"MALAS DE CUENTO" POR SOLEDAD PUÉRTOLAS.
Blancanieves y La Cenicienta, que en realidad es una especie de patito feo, lograron una popularidad enorme gracias a Walt Disney. Eran historias que no podían dejar indiferente a una niña. Dos historias de madrastras, por cierto. Curioso, ¿no? La madrastra de Blancanieves, además, es bruja. El famoso espejito en el que se mira para asegurarse de que su belleza no tiene rival en su reino la pone en relación directa con las fuerzas del mal. La madrastra de Cenicienta, sin embargo, es simplemente una mujer mala. Humilla constantemente a su hijastra y le encarga los más fatigosos trabajos de la casa, mientras no escatima dineros para vestir lujosamente a sus hijas con la idea de casarlas bien. Esta mala mujer carece de poderes sobrenaturales. Es Cenicienta quien, al final, accede a la magia.
En todo caso, una, bruja, otra, simplemente malvada, son prototipos de la madrasta que odia a su hijastra. No deja de ser llamativa esta presencia tan poderosa de las madrastras en los cuentos infantiles. Si la niña o la joven tienen al enemigo dentro de su círculo familiar, ¿cómo no se va a presentir toda una sucesión de peligros? Pero de esto tratan los cuentos, de obstáculos y dificultades. Blancanieves y Cenicienta son dos jovencitas desvalidas a las que hay que salvar.
El tremendo episodio ha sido abundantemente comentado, dada la potencia de la imagen. El lobo, negro y peludo, vestido con camisón blanco y tocado con una cofia, supone en contraste casi insoportable con la dulce e inocente niña. Pero, una vez que nos hemos dado cuenta de que en este cuento hay una madre, volvamos a ella. Y, de pronto, nuestra cabeza se llena de preguntas. ¿A quién se le ocurre mandar a la niña sola a casa de la abuelita teniendo que pasar tan cerca del bosque, un lugar peligroso por definición? Esta madre, ¿no será en realidad una madrastra?, ¿por qué, si no, envía a la niña a un lugar y a una hora tan inconvenientes? Lleva la merienda, luego es por la tarde, que linda con la noche. Bosque y noche, dos peligros clarísimos. Lo del lobo ha sido algo imprevisto. O quizá no: quizá la madrastra conoce la existencia del lobo, que tiene su guarida en el bosque. Quizá confiaba en que la niña, que es curiosa, se internaría por el bosque, se perdería y se toparía al fin con el lobo, que la mataría.
Como las madrastras malas quieren deshacerse de sus hijastras, tenemos muchas razones para suponer que la madre de Caperucita bien podría haber sido madrastra y no madre. Muerta Caperucita, la madrastra se queda con el padre de la niña para ella sola. La jugada le ha salido perfecta. Más aún, si, como sospechamos, la abuelita, a la que también se ha comido el lobo, es la madre del padre de Caperucita y, como es lógico, no se lleva nada bien con la nueva mujer de su hijo. Si todo esto es así, está claro que la madrastra ha matado dos pájaros de un tiro.
Si optamos por atenernos a la figura de la madre, llegaríamos a una conclusión igualmente inquietante: la madre es una perfecta estúpida. No tiene ningún sentido que envíe a su hija en medio de la tarde y con el bosque a sus puertas a casa de la abuelita. Sus advertencias de peligro, como debería de saber, se convierten en incitación, en tentación. Una madre tonta acaba siendo una mala madre.
Pero los cuentos infantiles no son realistas, sino simbólicos. Hay muchas más madrastras y brujas que madres bondadosas. La protección materna eliminaría la tensión. En compensación, existen las hadas. Estas bellas y etéreas mujeres, que también tienen complicadas historias a sus espaldas, se encargan de ayudar a los protagonistas de los cuentos cuando se hallan más desesperados. Por eso, sin duda, me gustaban tanto estos cuentos. Siempre podías contar con la intervención oportuna y mágica de las hadas.
La presencia del mal en el mundo, sostiene Jung, es un hecho evidente y, en consecuencia, no podemos descartar el proceso de aprendizaje que nos brindan los cuentos. Lo tremendo, lo terrible, lo incomprensible, es parte de la vida, y la imaginación es un instrumento poderoso para nuestra sobrevivencia.
Soledad Puértolas.
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