EL ASESINATO DE JFK: UN MISTERIO AMERICANO
El 22 de noviembre de 1963, Oliver tenía dieciséis años y luchaba por sobreponerse a la soledad que le provocaba el divorcio de sus padres. Bill tenía un año más, era un activo boy-scout y todavía sentía la emoción de haber estrechado pocas semanas antes la mano del Presidente de los Estados Unidos de América. Y John Fitzgerald, que probablemente no se acordaba ya del joven boy-scout al que había saludado en una recepción en la Casa Blanca, bajaba la escalerilla del avión presidencial en el aeropuerto de Dallas, pletórico de energía a sus cuarenta y seis años de edad. Ninguno de los tres podía saber lo que ese día les iba a deparar. A Oliver Stone, el argumento de su mejor película casi tres décadas después. A Bill Clinton, el mito político bajo cuya invocación alcanzaría la presidencia de los Estados Unidos en 1992. Y al presidente John Fitzgerald Kennedy, cuatro balazos, un funeral de Estado y un misterio sin resolver.
Evocar aquel lejano viernes otoñal no es una simple debilidad nostálgica ni la oportunidad de hacer un mero recuento de acontecimientos. Volver la vista atrás, al día del asesinato del presidente Kennedy, es adentrarse en un vertiginoso e inquietante laberinto borgiano. Y hacer esa incursión en el territorio de los Estados Unidos de América no es tan fácil como se puede pensar. Oliver Stone pudo comprobarlo personalmente cuando hizo público, en 1991, su propósito de llevar a la pantalla las tesis del juez Garrison sobre el asesinato de Dallas, unas tesis contrarias a la versión oficial de aquellos hechos mantenida por la Administración de los Estados Unidos casi sin variaciones desde el día siguiente al atentado. Poco antes de comenzar el rodaje de JFK, el primer guión de la película (hubo hasta seis) fue sustraído de la oficina de Oliver Stone y difundido en casi todos los periódicos de Estados Unidos, que no sólo contaron el final del filme sino que empezaron a ridiculizarlo. Todo lo cual no evitó el éxito de público de la película una vez estrenada ni el que, gracias a dicho éxito, los ojos de periodistas e historiadores dentro y fuera de Estados Unidos volvieran a dirigirse al pasado, a aquel agitado mes de noviembre de 1963 en el que el presidente Kennedy viajó a Dallas, acompañado por su esposa Jacqueline y por el vicepresidente Johnson, y fue asesinado.
El interés por el asunto, desde que Stone dirigiera su película, lejos de desaparecer ha ido en aumento en estos años. Prueba de ello son los libros y artículos recientemente editados con motivo del 50 aniversario del crimen, como el libro FK. Caso Abierto. La historia secreta del asesinato de Kennedy, del periodista Philip Shenon, sobre las mentiras y ocultaciones que rodearon a la investigación del caso, o el artículo de Anthony Summer, ampliando su libro ya clásico sobre el tema, publicado el pasado mes de octubre en el sensacionalista The National Enquirer, sobre la identidad del segundo tirador que asesinó a Kennedy.
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Eran las 11,40 de la mañana del 22 de noviembre y el público abarrotaba el aeropuerto tejano. El avión presidencial, proveniente de la cercana base de Fort Worth, había tomado tierra bajo un suave sol de otoño, pero la atmósfera social de Dallas amenazaba tormenta. Entre las pancartas de bienvenida, según publica al día siguiente el diario español La Vanguardia, “había algunas de protesta; una de ellas acusaba a Kennedy de ideas socialistas y otra decía: Le desprecio completamente”. En vida, John Fitzgerald Kennedy estaba muy lejos de despertar el unánime entusiasmo que habría de evocar mucho tiempo después el presidente Bill Clinton durante su campaña electoral.
Diez minutos más tarde, la caravana oficial de automóviles se pone en marcha rumbo al centro de la ciudad, en cuyo Salón de Exposiciones esperan los notables del lugar la llegada del presidente. Pese a la hostilidad de algunos manifestantes, Kennedy viaja en coche descapotable sin pantalla protectora alguna.
Durante más de media hora, la comitiva se desplaza por las calles de la ciudad entre la multitud que, informada de su recorrido por el plano que esa misma mañana ha publicado en portada el periódico Dallas Morning News, espera su paso armada de banderitas, cámaras fotográficas y tomavistas. A las 12,30 el cortejo desemboca por Main Street en la plaza Dealey, una amplia explanada con césped atravesada por la calle Main y circunvalada a la derecha por la Elm Street. Sorprendentemente, cambiando la ruta anunciada, la comitiva gira a la derecha al llegar a la plaza, en lugar de atravesarla de frente, y obligada a reducir su velocidad a poco más de quince kilómetros por hora, inicia su circunvalación. Pasa ante el edificio del Almacén de Libros, que hace esquina entre las calles Elm y Houston, y se dirige de nuevo hacia la confluencia con Main Street.
Han transcurrido pocos segundos, el presidente saluda a los curiosos con la mano, al igual que su esposa, cuando un ruido seco, como un petardo, resuena en la plaza. Casi inmediatamente el ruido se repite y John Fitzgerald Kennedy se lleva las manos a la garganta, como si quisiera aflojarse convulsivamente el nudo de la corbata, y se inclina hacia adelante. Su mujer parece preguntarle qué le ocurre y, de repente, mientras siguen sonando los petardos, su cabeza, a la altura de la sien derecha, estalla violentamente y todo su cuerpo se proyecta hacia atrás, sobre el respaldo del asiento. Un momento después, el gobernador de Texas, John Connally, que viaja en el asiento delantero, también se retuerce con un gesto de dolor. Elm Street vive a partir de ese momento una verdadera pesadilla, un caos de gritos, carreras y gente que se tira al suelo. El coche presidencial se aleja a toda velocidad, con una Jacqueline Kennedy aturdida, que gatea sobre el capó solicitando la ayuda del guardaespaldas que se ha subido en el vehículo a la carrera, y dos heridos que se desangran sobre la tapicería.
¿Qué ha ocurrido? La respuesta es simple: acaban de disparar contra el Presidente de los Estados Unidos de América. El problema surge cuando lo que se pregunta es cómo ha sucedido y quién ha sido el autor de los disparos. Ambas cuestiones forman la puerta de entrada al laberinto de Dallas en cuya trampa fue a caer John Fitzgerald Kennedy.
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La prensa de todo el mundo recogía al día siguiente la noticia del atentado y su trágica consecuencia. Media hora después del tiroteo, los médicos del Parkland Memorial Hospital de Dallas certificaban la muerte del presidente y aquel iba a ser el único hecho incontestable, porque todo lo demás se convertiría, poco a poco, en un auténtico galimatías. La noticia del magnicidio también sobresaltó a la opinión pública internacional y no deja de ser interesante reproducir los términos en que la prensa europea, y más en concreto la española, se hizo eco de ella. La Vanguardia señalaba en su edición de ese día que “testigos afirmaron que los disparos habían partido de la colina” situada a un lado de la plaza. Unos testigos que tenían nombres propios: el joven ingeniero de diseño William E. Newman y su esposa France; Jane Simmons, empleada de la Union Terminal Railway; el ama de casa Mary Moorman; el obrero de la construcción Richard Randolph Carr... Sin embargo, esos nombres no serían del dominio público hasta muchos años después porque fueron omitidos en los informes policiales o no fueron llamados a declarar ante la Comisión Warren, designada por el gobierno para esclarecer los hechos. Y es que la versión oficial dada por la policía de Dallas al día siguiente del atentado discrepaba de lo observado por aquellos testigos pues afirmaba que los disparos se habían realizado desde una ventana del sexto piso del Almacén de Libros, que había quedado a espaldas de Kennedy, y no desde la pequeña colina situada a la derecha del vehículo presidencial.
Sin embargo, las noticias publicadas por la prensa antes de que se ofreciese la versión oficial dejaban en evidencia dicha explicación. La Vanguardia explicaba la muerte del presidente como consecuencia de “un disparo en la sien derecha”, algo verdaderamente difícil de lograr cuando se dispara por la espalda. Y, todavía más milagroso, el diario ABC se hacía eco de la declaración del doctor Malcolm Perry, uno de los médicos que atendieron a Kennedy a su llegada al Parkland Hospital: “El doctor Perry, de cincuenta y cuatro años, declaró que la bala que mató al presidente penetró por la nuez y salió por la parte trasera de la cabeza, carca de la nuca”. Sólo un milagro podía hacer que una bala disparada por la espalda diera la vuelta al cuerpo y penetrara por delante.
Pero no iba a ser el origen de los disparos el único misterio que nacería a los pocos minutos del atentado. No menos misteriosa resultaba la identificación del arma homicida. Cuando los primeros policías llegaron en tropel al Almacén de Libros desde donde, según otros testigos, también habían salido varios disparos, encontraron un rifle escondido bajo un montón de cajas. El oficial Seymour Weitzman, licenciado en ingeniería y experto en armamento, identificó el arma como un Mauser 7,65 alemán, un rifle de gran precisión dotado de mira telescópica, y lo llevó a la comisaría. Sin embargo, existe una película rodada a los pocos minutos del atentado en la puerta del Almacén de Libros por la Dallas Cinema Asociados, una compañía de cine independiente, en la que se ve a unos policías bajar un fusil desde el tejado hasta el suelo y, una vez allí, entregarlo a un mando policial que lo alza en alto para que todo el mundo lo vea, presentándolo como el arma del asesino. Lo sorprendente es que la imagen muestra un fusil sin mira telescópica y que, por tanto, no puede ser el Mauser hallado por el oficial Weitsman. ¿De dónde había salido este otro? ¿Qué papel había jugado en el atentado?
La confusión se completa con la presentación pública, al día siguiente, del arma empleada por el asesino y hallada, según Will Fritz, capitán jefe de Homicidios de Dallas, junto a la ventana del Almacén de Libros desde la que se disparó contra el presidente. El fusil que muestra el capitán Fritz, aunque sí tiene mira telescópica, no es un Mauser como el identificado por el oficial Weitzman sino un arma italiana no automática, una Mannlicher-Carcano, de escasa precisión que, para colmo, resulta tener mal alineada la mira telescópica con el punto de mira.
Comparable al misterio de los rifles es el de las balas. Primero se dijo que se habían encontrado tres casquillos y luego se dijo que cuatro, pero ninguno de los cuatro cuadraba con la descripción inicial que se había hecho de los tres primeros. Tiempo después y aún más misteriosamente, apareció una bala en la camilla del hospital sobre la que estaba el cuerpo sin vida de Kennedy. Ésta sí cuadraba con el arma supuestamente empleada. Casualmente, poco antes de tan oportuno hallazgo fue visto rondando por aquellos mismos pasillos del Parkland Memorial Hospital un conocido mafioso llamado Jack Ruby.
Con todo, semejante lío se queda en nada comparado con el del número de autores del atentado. Pese a los numerosos testimonios de que se habían producido disparos desde, por lo menos, dos puntos distintos de la plaza Dealey (la colina y el Almacén de Libros); pese a que en la línea de ferrocarril, situada al otro lado de la valla que coronaba la colina, fueron encontrados unos individuos sospechosos tildados de vagabundos (de cuya detención, por cierto, no queda constancia oficial alguna en los archivos de la policía de Dallas, aunque varias fotografías tomadas por periodistas demuestran que tal detención se produjo realmente); pese a que varios testigos afirmaron haber visto a dos hombres armados en la sexta planta del Almacén de Libros, uno de los cuales tenía aspecto latino, probablemente cubano; pese a todo ello, la policía primero y la Comisión Warren después concluyeron que había un solo asesino y casi de inmediato se le dio nombre y rostro: Lee Harvey Oswald.
La detención Oswald se produjo una hora y media después del atentado, en el cine donde se había metido a ver la película La guerra es el infierno. Todo un prodigio de eficacia policial. Pero todavía faltaba la gran traca final. Cuarenta y ocho horas más tarde, un balazo sellaba la boca del presunto magnicida quien, hasta ese momento, había proclamado su inocencia.
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El domingo 24 de noviembre, en los sótanos de la comisaría de policía de Dallas, un individuo llamado Jack Ruby, el mismo mafioso que había sido visto en el Parkland Memorial Hospital cuando la aparición de la bala comprometedora, propietario del club de streap-tease Carrousel, se acercó al detenido Oswald, que estaba rodeado de agentes de policía, le colocó una pistola en el pecho y le partió el corazón de un disparo. Ante las narices mismas del mundo. Las cámaras recogieron el trágico momento. El gesto crispado de Oswald. La pasividad de los presentes. Al horror del magnicidio se sumaban ahora el asombro y la sospecha de que una oscura trama seguía activa. El diario madrileño Pueblo titulaba al día siguiente: “Norteamérica pasa de la consternación al miedo tras la muerte de Oswald”. Y el cronista de la agencia de noticias EFE, Thomas Rickett, señalaba que “la teoría generalizada es que detrás de todo esto hay un grupo secreto poderosísimo”.
Desde las páginas de unas de las pocas publicaciones españolas que acogían a periodistas críticos con el régimen del general Franco, la revista Triunfo, Eduardo Haro Tecglen se pregunta ya quién era realmente el asesino de Kennedy y, con verdadera intuición, calificaba los asesinatos del presidente y de Oswald como “una mala película”. Lo cierto es que, con ellos, se imponía una nueva manera de manejar los asuntos públicos en la era de la televisión, la era de la sociedad del espectáculo, regida por las reglas de la puesta en escena. Una era capaz de convertir en “show” cualquier cosa. Una sociedad en la que la información parece invadirlo todo cuando paradójicamente, como señala el pensador Guy Dabord en sus Comentarios a la sociedad del espectáculo, es en realidad “el secreto quien domina el mundo”. Servicios secretos, informes secretos y el sancta sanctorum de los nuevos tiempos: los secretos de Estado.
La tupida malla del secreto ha envuelto el doble crimen de Dallas desde los primeros momentos y lo ha hecho a la manera de un prestidigitador: exhibiendo informaciones, apariencias, verdades, medias verdades y mentiras con las que distraer la atención del espectador. A Lee Harvey Oswald le tocó jugar un papel central en el entramado de mentiras con que se amparó el asesinato de John Fitzgerald Kennedy.
Según un maestro del espectáculo cinematográfico, el rey de la intriga, Alfred Hitchcock, “la regla es que cuanto más logrado sea el retrato del malo, más lograda será la película”. Y como si hubiera querido seguir tan sabio consejo, alguien, durante los años que precedieron al asesinato de Kennedy, se dedicó a fabricarle a Oswald el rostro del asesino ideal. Un titular de la prensa española, en el diario Informaciones, resumía el 23 de noviembre de 1963 tan fino trabajo de maquillaje: “Oswald (comunista), acusado del asesinato”. ¿Qué más se podía pedir en plena Guerra Fría? El asesino del presidente de los Estados Unidos de América resultaba ser un rojo que había vivido casi año y medio en la Unión Soviética, tras desertar de su país, y que pertenecía a una organización de apoyo al régimen de Fidel Castro. Una bicoca. Demasiado perfecto.
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Quizá por ello no tardó en proyectarse una sombra de duda sobre la versión oficial del magnicidio, incluso entre la prensa española que, como era de esperar en una dictadura que seis meses antes había fusilado al dirigente comunista Julián Grimau, se había cebado con delectación en el perfil izquierdista del presunto asesino. El corresponsal de ABC en Washington, José María Massip, ofrecía un contrapunto de prudencia a los desaforados editoriales anticomunistas del diario. El mismo día en que Oswald era asesinado, ponía en duda en su crónica la relación del magnicida con el movimiento comunista: “Un comunista de verdad, bien adoctrinado, no comete esta clase de crímenes. Los cometería un anarquista, pero no un comunista”.
Pero la presentación final de Oswald como un desequilibrado simpatizante de la izquierda, sin vinculación orgánica alguna con Cuba o con la URSS, seguía sin permitir explicar los hechos que apuntaban, por mucho que lo negara el Gobierno, hacia la existencia de una conspiración criminal contra Kennedy.
Fueron muchas las voces que señalaron las contradicciones de la versión oficial, entre ellas la del entonces fiscal de distrito de Nueva Orleans, Jim Garrison. Y el mismo afán de búsqueda de la verdad, que llevó a Garrison a tratar de demostrar durante cinco años que la muerte del presidente había sido obra de una conspiración, es el que alentó mucho después la adaptación cinematográfica de dicho empeño realizada por Oliver Stone. El fiscal Garrison, posteriormente juez en Louisiana, fue espiado por el FBI durante la investigación que dirigió para esclarecer el asesinato; vio cómo se le negaba el acceso a testigos y a documentos so pretexto de salvaguardar el secreto de Estado; y, finalmente, fue él mismo llevado a juicio en un burdo montaje para acusarle de corrupción.
Pero el fracaso de su intento de demostrar, en 1969, la culpabilidad de un adinerado hombre de negocios vinculado a la CIA, llamado Clay Shaw, en el crimen de Kennedy dejó abiertas las puertas a posteriores investigaciones, como la que se vio obligado a acometer el Congreso estadounidense, en 1978, mediante un Comité sobre Asesinatos presidido por Robert Blakey. Dicho Comité llegó a la estrambótica conclusión de que efectivamente hubo una conspiración para matar a Kennedy, pero que de los diversos tiradores (cuyo número e identidad quedaron sin concretar) tan sólo Oswald acertó al presidente, con lo cual venía a dar la razón a la Comisión Warren aunque aparentemente la contradijera.
La tesis defendida por Blakey, según la cual la Mafia había sido la autora del atentado, tampoco respondía a las principales cuestiones planteadas por Garrison durante su investigación. ¿Podía la Mafia cambiar en el último momento el itinerario del presidente para hacerlo pasar por donde le esperaban sus asesinos? ¿Podía la Mafia conseguir que el servicio secreto no controlara los edificios de la ruta por la que debía transitar el coche presidencial? ¿Podía la mafia hacer desaparecer el cerebro del presidente Kennedy de los Archivos Nacionales, tal y como se descubrió que había sucedido cuando se pidió hacer una nueva autopsia para estudiar la trayectoria de la bala que lo mató?
Las pesquisas realizadas por el fiscal Garrison, expuestas en el libro que él mismo escribió y resumidas en la película de Oliver Stone, arrojaban una conclusión bien diferente que el director de cine ha repetido incansablemente: “Puedo decir que Kennedy fue asesinado por elementos militares dentro del propio Gobierno de Estados Unidos”. ¿En qué se fundaba semejante acusación? Básicamente en el mismo personaje que ejerció de cabeza de turco el trágico 22 de noviembre de 1963: Lee Harvey Oswald. A la vista de numerosos testimonios recopilados por el fiscal, Oswald no sólo no era un radical comunista sino que estaba relacionado con la CIA. Aunque quizá el hecho de que regresara de la URSS a Estados Unidos sin que nadie le pusiera reparo alguno ni le exigiera explicaciones por su deserción es la prueba más evidente de su vinculación con los servicios secretos estadounidenses. Además, una prueba esencial como la del nitrato (que demuestra si una persona ha disparado un arma de fuego recientemente) señaló que el 22 de noviembre Oswald no había realizado disparo alguno. Sin embargo, aquel dato fue ocultado a la opinión pública durante casi un año.
Pero Garrison encontró más hechos que desmontaban la tesis del asesino único. Dos avisos, uno recibido cinco días antes del atentado y otro la misma mañana del 24 de noviembre, alertaron al FBI y a la policía tanto del asesinato de Kennedy como del de Oswald, pero ambos fueron ignorados por las autoridades. Por otra parte, numerosas pruebas fueron destruidas o manipuladas, tal como sucedió con el baile de rifles hallados el día del crimen o con la falsificación de la declaración de la testigo Julia Ann Mercer. En opinión del fiscal, todo ello demostraba que miembros de la policía de Dallas, del FBI y de la CIA estaban involucrados en la conspiración. Y ni siquiera la presencia de miembros de la Mafia, como Jack Ruby, invalidaba su tesis pues la CIA había recurrido con frecuencia a los servicios de la Mafia desde la Segunda Guerra Mundial. Para acabar de tejer la malla que mete a los servicios secretos y a la Cosa Nostra en el mismo saco de la conspiración, Garrison recabó testimonios que acreditaron que Oswald y su asesino, Jack Ruby, se conocían antes del 22 de noviembre de 1963.
Parecía evidente que Oswald había estado relacionado con la conspiración, pero su verdadero papel en ella seguía siendo un misterio. ¿Actuaba como agente de la CIA infiltrado entre los anticastristas para prevenir un atentado o para prepararlo? En todo caso lo único que dijo antes de morir fue: “Yo sólo soy un señuelo”.
Eduardo Haro Tecglen escribía en las páginas de la revista Triunfo, una semana después del doble crimen, que “el más elemental criminólogo se pregunta ante un asesinato ¿a quién le beneficia? En este caso, la desaparición de Kennedy puede beneficiar a los racistas, a los partidarios de la intervención en Cuba, a los industriales de la guerra”. Y la verdad es que no le faltaban enemigos a John Fitzgerald Kennedy. Hasta el punto de que en más de una ocasión él mismo había hablado de su posible muerte. Un día del verano del mismo 1963, estando con Torby MacDowald junto a la piscina del Palm Beach, éste le preguntó qué tipo de muerte prefería y Kennedy, tras pensarlo un momento, contestó: “¡Oh!, de un tiro. No te das cuenta de lo que te golpea. Un tiro es lo mejor”.
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Pero hizo falta más de un tiro para acabar con la vida de Kennedy y resulta difícil desligar aquel asesinato de las polémicas que rodearon su tarea como presidente. La política realizada por Kennedy desde su llegada al poder en 1960 estuvo marcada por el hecho de contar con una escasísima mayoría parlamentaria, a causa de la cual fue pródiga en contradicciones. Permitió que se produjera en 1961 el intento de invasión de Cuba, en Bahía de Cochinos, organizado por exiliados anticastristas y por la CIA desde antes de su llegada a la Presidencia. Pero se negó a prestar apoyo militar a los mercenarios, con lo cual la invasión fue un fracaso, circunstancia que aprovechó para destituir al director y al subdirector de la CIA, ganándose así dos poderosos enemigos. Casualmente, el hermano del subdirector cesado era el alcalde de Dallas el día del crimen, y el propio director cesado, Allen Dulles, fue nombrado miembro de la Comisión que debía investigar el asesinato. El odio a Kennedy en la CIA y entre la comunidad de exiliados cubanos era más que notorio, hasta el extremo de que el mismo hermano del presidente, Robert Kennedy, preguntó directamente a John McCone, nuevo director de la CIA, a los pocos días del atentado: “¿Ha matado la CIA a mi hermano?”. Curiosa pregunta en quien era fiscal general del estado.
Que responder a esa pregunta no era fácil es algo que ha demostrado Philip Shanon en su libro, al documentar cómo la CIA y el FBI mintieron durante la investigación del caso, cómo se ocultaron testimonios y pruebas, cuando éstas no fueron simplemente destruidas. Sin embargo, Shanon, que trabaja sobre declaraciones de supervivientes de aquella investigación, vuelve a hacer eco en su libro de la más inverosímil de las hipótesis, la de la supuesta militancia castrista de Owald, claramente desmontada por Garrison en su obra. Lo que no significa que no hubiera un vínculo cubano en el crimen, pero de índole política contraria a la sugerida por Shanon, como apunta la respuesta más reciente a esa pregunta, que acaba de dar Anthony Summer en su artículo del pasado mes de octubre en el Enquirer. Summer, autor en 1968 del libro clásico del tema Not in your lifetime, ha señalado al cubano anti-castrista Herminio Díaz, que había sido asesino a sueldo del mafioso Santos Traficante Jr. en la Cuba del dictador Batista y se había vinculado a la CIA tras su exilio. “Díaz estaba en el país (EEUU) en el momento adecuado y participó en el movimiento anti-Castro. Muchas personas en ese movimiento pensaban que el presidente Kennedy los había traicionado durante la invasión patrocinada por la CIA en Bahía de Cochinos en 1961 y durante la crisis de los misiles de Cuba en 1962 , y tenían un motivo para matarlo”, explica Summer, que llegó a la identidad del ya fallecido Herminio Díaz por los testimonios de otros dos anti-castrista: Reinaldo Martínez y Tony Cuesta.
Una célebre foto publicada al día siguiente del asesinato por la prensa estadounidense, muestra a una fila de tres hombres perfectamente trajeados que la policía detuvo en las inmediaciones de la plaza Dealy, en las vías situadas tras la valla desde la que los testigos declararon que se habían producido los disparos. Son los hombres a los que la prensa, a pesar de su vestimenta, trató de vagabundos y cuyo rastro se desvaneció mágicamente en el laberinto administrativo policial. Dos de aquellos “vagabundos” han sido, sin embargo, identificados posteriormente por la prensa de Cuba, en el año 2003, como dos conocidos agentes de la CIA dela época, vinculados al anti-castrismo: Howard Hunt y Frak Sturgis (este último, implicado años más tarde en el escándalo Watergate). Con el nombre de Herminio Díaz, quien según Summer fue el segundo francotirador apostado tras la valla del montículo de hierba, cuyo tiro frontal acabó con la vida de Kennedy (como se puede ver en la famosa película Zapruder, en la que se recoge el momento en que el impacto del disparo arroja hacia atrás la cabeza del presidente), parece empezar a esclarecerse el misterio de quiénes participaron en la emboscada, pero sobrevive el de quiénes ordenaron llevarla a cabo.
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A Kennedy le sobraban enemigos y los cubanos anti-castristas no eran los más poderosos, aunque el odio que le profesaban pudiera llegar a transformarlos en herramienta ejecutora de otros intereses. Kennedy se había enfrentado resueltamente a la Unión Soviética durante la crisis de 1962, cuando impidió que se instalasen misiles rusos en Cuba, pero al mismo tiempo había abierto una dinámica de diálogo con el líder soviético Kruchev que se concretó en el compromiso de no volver a intentar invadir Cuba y en la propuesta de desarme conocida como Borrador para un Tratado sobre Desarme General y Completo. Una propuesta que había puesto los pelos de punta a la influyente industria armamentística norteamericana. Todo lo cual no le había impedido incrementar la presencia de asesores militares estadounidenses en Vietnam del Sur, elevándola hasta los 16.000 hombres, ni lanzar reiteradas proclamas sobre el “peligro rojo” en el sudeste asiático, como ha recordado recientemente el crítico Noam Chomsky en su ensayo Repensando Camelot.
Esos contradictorios primeros pasos hacia el entendimiento con la URSS, que incluían el respeto al status quo cubano tras la crisis de los misiles de 1962, y su supuesto deseo de, a pesar de todo, evitar la implicación directa de los Estados Unidos en la guerra de Vietnam, que habría pasado a ser un asunto tan sólo vietnamita, fueron lo que, en opinión de Oliver Stone, le costó lo vida a Kennedy. En todo caso, el golpe de estado que desplazó a Kennedy del poder, pues como tal consideran su asesinato tanto Stone como el mismo el juez Garrison, puso fin a las expectativas abiertas con su gobierno. Y su “partenaire” soviético, Nikita Kruchev, fue relevado de su cargo al año siguiente, víctima también de sus enemigos internos conservadores, desapareciendo así con él la posibilidad de una reforma en la Unión Soviética.
En una ocasión, el presidente Kennedy le preguntó al periodista Charles Barlett: “¿Qué tal presidente sería Lyndon si a mí me matasen?”, refiriéndose a su vicepresidente, el tejano conservador Lyndon B. Johnson. El mundo entero tuvo ocasión de responder a esa pregunta a partir de las 14 horas del viernes 22 de noviembre de 1963, cuando Johnson juraba su cargo como presidente en el mismo avión que transportaba el cadáver del recién asesinado John Fitzgerald Kennedy.
Los mil asesores que Kennedy tenía previsto retirar de Vietnam no sólo no volvieron a casa sino que, dos años después, había más de 300.000 soldados norteamericanos metidos en el avispero vietnamita. Luego vinieron los bombardeos con napalm sobre Vietnam y Camboya. La invasión estadounidense de la República Dominicana. El golpe de los militares en Grecia. El asesinato de Robert Kennedy. El de Martin Luther King como precio por la conquista de los derechos civiles para la minoría negra. Todo un estilo de hacer política que llevaría más tarde a la presidencia a un ex-inquisidor del macarthysmo, Richard Nixon, y al ex-actor de cine y ultraconservador Ronald Reagan. Fueron los años del apoyo al golpe de estado en Chile contra Salvador Allende, del escándalo “Watergate” que le costó la presidencia a Nixon, del apoyo a la dictadura militar argentina, de la invasión de Granada y del acoso a la Nicaragua sandinista. En definitiva, un reinado mundial de la CIA rematado con el acceso a la presidencia de Estados Unidos de quien fuera uno de sus directores, Georges Bush.
Los años que sucedieron al asesinato de Kennedy fueron descritos por el juez Garrison en su libro como “una etapa de descontento y desconfianza en nuestro gobierno y en nuestras instituciones”. El asesinato de Kennedy supuso la pérdida de la inocencia de la sociedad norteamericana y el nacimiento de un mito, una suerte de Edén moral perdido e idealizado. Más allá de sus contradicciones, de sus deudas con la Mafia, que le apoyó al principio de su carrera hacia la presidencia, y de sus amoríos, John Fitzgerald Kennedy es aún hoy la imagen que los sectores menos conservadores de la sociedad estadounidense añoran de sí mismos. Probablemente la imagen de un fenómeno que nunca existió, de una quimera, pero cuya vitalidad mítica pudo percibirse aún en el uso que del nombre de Kennedy, casi como si de un talismán se tratase, hizo en su día el presidente Bill Clinton, y también en el interés que sigue hoy despertando esa cuenta pendiente con la Historia que es el esclarecimiento del doble crimen de Dallas.
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Pocos vestigios quedan en la plaza Dealey de la tragedia de aquel 22 de noviembre. Hay en ella un vistoso monumento que el visitante inadvertido puede creer, en un primer momento, levantado en memoria del presidente asesinado. Pero al acercarse verá que se trata en realidad de un recuerdo de Samuel Houston, el primer presidente, en el siglo XIX, del estado independiente de Texas. El único homenaje a Kennedy en la plaza que le vio morir es una pequeña placa que fácilmente puede pasar desapercibida.
Nadie diría que esta plaza que sobrevuelan los estorninos fue el escenario de un drama que duró dos días. Cuarenta y ocho horas que estremecieron y cambiaron el mundo y en las que quizás jugó un papel fundamental un tejano. Porque, de aceptarse la tesis de la implicación del entonces vicepresidente Johnson en el golpe de estado desatado por el magnicidio, defendida por el juez Garrison y refrendada por Oliver Stone en su película, la historia fantástica urdida por Jorge Luis Borges en su relato Abencaján el Bojarí, muerto en su laberinto se habría hecho realidad. Johnson habría ayudado a construir un laberinto, una endiablada trampa a la que atraer a su presidente, como hizo el visir Zaid cuando llevó a su rey Abencaján al laberinto que había levantado en su nombre y, una vez allí, “mató a Abencaján y finalmente fue Abencaján”.
José Manuel Fajardo.
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