jueves, 31 de octubre de 2013

CUENTO: "LAS COSTUMBRES DEL ALCAUCIL" DE FERNANDO SORRENTINO.

CUENTO "LAS COSTUMBRES DEL ALCAUCIL" DE FERNANDO SORRENTINO PUBLICADO DENTRO DE "LAS COSTUMBRES DEL ALCAUCIL".

Extracto del prólogo:

"...No quiero simbolizar absolutamente nada ni pretendo pintar una alegoría de ninguna cosa ni intento construir metáfora alguna. Tampoco busco trasmitir ningún mensaje de carácter moral ni espiritual ni social ni político..., ni nada de nada. En resumen: cuando escribo un cuento, sólo quiero escribir un cuento, y mi exclusivo propósito es que me salga lo mejor posible."

LAS COSTUMBRES DEL ALCAUCIL



Muy pocas personas conocen el pasaje Ohm. Su única cuadra de extensión corre cerca de la esquina de las avenidas Triunvirato y de los Incas. En un pequeño departamento con balcón al contrafrente vivo yo.
Yo alcancé los cuarenta y ocho años sin querer -o sin poder- casarme. Vivo solo y me arreglo bastante bien. No soy ni agricultor ni botánico, sino profesor de castellano, literatura y latín: nada sé de aquellas ciencias rurales y naturales, pero algo conozco de lingüística y etimologías. De estos campos empecé mi acercamiento al alcaucil.
Como se sabe, un buen porcentaje del léxico español reconoce su origen en la lengua de los invasores árabes del siglo VIII. A veces éstos crearon el vocablo mediante el recurso de conferir forma árabe a un sustantivo latino (o neolatino) corriente en la España de entonces.
Tal es el caso de la palabra mozárabe caucil, proveniente del latín capitiellum, que significa "cabecita". De manera que alcaucil (artículo + sutantivo) significa "la cabecita". Este nombre popular posee, digamos, mayor "expresividad" y "utilidad" que el término científico Cynara Scolymus.
Veamos por qué.
En Buenos Aires nadie ha visto una planta de alcaucil. De las verdulerías nosotros conocemos, precisamente, esas cabecitas muertas cuyo corazón (mejor llamado receptáculo) y las bases de cuyas hojas (mejor dicho, escamas) son, por cierto, muy sabrosos. Ahora bien, estas cabecitas guardan el germen de la flor, y el horticultor las arranca de la planta antes de que aquélla llegue a desarrollarse, pues, de no hacerlo así, luego se endurecen y ya no son comestibles.
Durante toda mi vida, yo fui un ignorante total en lo que a morfología, vida y costumbres del alcaucil respecta. Ahora, en cambio, puedo decir, sin pedantería que he adquirido bastante información y que me he convertido en una suerte de módica autoridad en la materia. Admito, sí, que, sobre el alcaucil, es más lo que me resta por aprender que lo que he aprendido.
El alcaucil puede cultivarse en una maceta, de proporciones más bien amplias. Como es una planta áspera y sufrida, una especie de cardo, requiere escasos cuidados; se desarrolla en seguida; alcanza, de altura, un metro y, en extensión horizontal, una longitud que, hasta ahora, resulta imposible determinar.
Aunque, en general, no me interesan ni me atraen las plantas, acepté con fingida gratitud el alcaucil que me regaló una vecina apodada la Chiche: ésta es una señora de cierta edad y de anteojos, simple  y aburridora, que tiene un hijo, más bien de escasas luces, llamado Sebastián.
El joven Sebas -así apocopado por su madre y sus amigos- terminó el tercer año con arduas dificultades. Ignoro por qué me avine a impartirle gratuitamente clases particulares de castellano para que intentara aprender en pocos días lo que no había logrado ni siquiera sospechar en los once o doce meses anteriores.
Nada  me cuesta declarar que soy un excelente profesor de castellano, con la experiencia -y el cansancio- de veinte años de tiza y pizarrón. Pero Sebas -inapelablemente palurdo y de tropezado razonamiento - resultó, tal como yo preveía, reprobado con justicia por la mesa examinadora del mes de marzo.
La señora Chiche -fanatismo maternal a un lado-supo comprender que la deficiencia no estaba en mí sino en su hijo y, para agradecerme de alguna manera, me regaló la susodicha planta del alcaucil.
La señora Chiche llegó a mi departamento, estuvo un rato, emitió abundantes errores e imprecisiones, no prestó la menor atención a ninguna de mis palabras, me hizo conocer su visión desencantada del mundo y, ¡por fin!, se retiró, dejándome la habitual sensación de desagrado que me producen las personas de escasa inteligencia e ilimitada incultura. Y, junto con cierto mal humor, ahí quedó, en el balcón, en su maceta roja y blanca, la planta de alcaucil.
Poco a poco, fue prodigándose en múltiples cabecitas (alcauciles) de color verde apagado. Por su propio peso, los alcauciles fueron doblegando la resistencia de los tallos y empezaron a reptar por el suelo del balcón, como si fueran las múltiples garras de un animal amorfo y difícil de reconocer, una suerte de erizado pulpo terrestre, con algo de la dureza pétrea y verdusca de las bestias prehistóricas.
Así habrá transcurrido una semana.
Años enteros he luchado sin éxito contra las hormiguitas rojas, esos bichitos invencibles y omnívoros diseminados en infinitas cuevas por todo el departamento. Una tarde me hallaba sentado en el balcón; leía el diario y tomaba mate.
Entonces vi que cuatro de las tantas cabecitas de la planta estaban dadas a la caza de hormigas rojas. Su técnica era, a la vez, muy sencilla y muy eficaz. Con las hojas de abajo y el tallo arriba, corrían a modo de arañas, apresaban con delicada exactitud a la hormiga y, mediante rápidos movimientos de tracción y masticación, la llevaban hasta el centro del alcaucil, por donde era ingerida.
Observando con atención, podía advertirse, en los puntos de ensachamiento del tallo móvil o tentáculo, que los cadáveres de las hormigas eran trasladados hasta el tallo central, donde -imaginé- se hallaría el aparato digestivo del alcaucil. En películas documentales yo había visto más de una vez algo parecido: cuando la culebra traga una laucha o una rana, uno puede percibir la forma del cuerpo de la víctima que se desliza por el interior del cuerpo del victimario: de esta misma manera comían también los alcauciles.
Sentí alegría. Este hecho me pareció auspicioso. Los alcauciles eran infatigables y terriblemente hambrientos.
Pensé que, en poco tiempo, lograrían triunfar donde yo fracasé durante años: que terminarían, de modo contundente, con todas las hormigas rojas del departamento, esas hormigas que yo, en mi impotencia, tanto aborrecía.
En efecto, así fue. Llegó el momento en que ya no vi ninguna hormiguita roja. Entonces el alcaucil se extendió en la busca de otros alimentos.
Algunos alcauciles estrangularon y devoraron a las demás plantas del balcón: malvones, geranios, un rosal siempre fracasado, unos helechos antiquísimos, un bravío cacto espinoso. Otros alcauciles, en cambio, prefirieron cavar la tierra y capturaron lombrices útiles y sabandijas perjudiciales. Un tercer grupo trepó por las paredes y penetró en lo hondo de los antros de las arañas.
En verdad, esos alcauciles tenían buen apetito, y crecían. Crecían siempre. No tardaron mucho tiempo en ocupar todo el balcón. A modo de enredadera, se tendieron por el piso, por el techo, por las paredes, en vueltas y revueltas que los convirtieron en selva inextricable.
Debo confesar que, en este punto, me asusté un poquito: temí, estúpidamente, que el alcaucil continuara creciendo hasta ocupar todo el departamento.
-Muy bien -le dije-. Si ésa es tu intención, te condeno a morir de hambre.
Bajé las cortinas de madera gris y cerré herméticamente los vidrios de los ventanales del comedor y del dormitorio. Estaba seguro de que, privado de alimento, el alcaucil empezaría a languidecer, a debilitarse, a encogerse, y terminaría por agostarse en briznas resecas hasta morir.
Adopté esa medida precautoria el lunes 11 de abril de 1988. Por no sé qué conflicto laboral, en mi colegio no hubo clases hacia el final de la semana. Aproveché entonces para hacerme una escapadita a Mar del Plata, en compañía de una especie de novia -por cierto, ya madura- que tengo desde hace muchísimos años, que es profesora de matemática y que se llama Liliana Tedeschi. Ambos devotos del tren y refractarios del ómnibus, partimos de Constitución el miércoles por la noche y pasamos luego cuatro hermosos días en aquella grata ciudad otoñal.
El domingo 17 de abril, hacia las ocho de la mañana, me hallé de regreso en mi departamento de la calle Ohm. Como temo a los ladrones, tengo puerta blindada y dos cerrojos de seguridad. Con el modesto orgullo de ser tan previsor, abrí el primer cerrojo, abrí el segundo, empujé la puerta. Noté que ofrecía cierta resistencia: no demasiado firme, es verdad, pero resistencia al fin.
Entré entonces en una suerte de bosquecillo de alcauciles. Me recibió una fuerte corriente de aire: en mi ausencia, estos individuos habían primero devorado las maderas de la cortina enrollable y  luego destrozado los vidrios de los ventanales. Ahora, como ingentes medusas, se hallaban esparcidos por todo el departamento, y cubrían metódicamente pisos, paredes y cielos rasos, reptaban por los rincones, se encaramaban a los muebles, investigaban agujeros y recovecos...
Esto fue lo que vi en una primera mirada general. En seguida intenté obtener un cuadro más sistemático de la situación. Aunque traté de mantenerme sereno, aquellos abusos no pudieron menos que indignarme. 
Los alcauciles habían abierto la heladera, el freezer y todas las alacenas, y habían comido el queso, la manteca, las carnes congeladas, las papas, los tomates, los fideos, el arroz, la harina de trigo, las galletitas...En el piso de la cocina me topé con frascos, ahora vacíos, de mermelada, de aceitunas, de pickles, de chimichurri...
Habían devorado todo lo humanamente devorable y ahora -ante mis ojos coléricos- se dedicaban también a todo lo alcaucilmente devorable, que, según estaba viendo, era toda materia órganica -muerta o viva-, y se hallaban desgarrando, royendo y mascando el cuero y las plumas de los sillones y las maderas de los muebles. Y se hallaban desgarrando, royendo y mascando los libros, ¡oh, Dios, mis libros queridos, reunidos con amor a lo largo de más de treinta años, mis libros subrayados y comentados -jamás con tinta, siempre con lápiz- por mi letra prolija y cuidadosa una y mil veces!
No tengo cuchilla de carnicero pero sí una tijera para trozar pollos. Coloqué un tallo de alcaucil entre las dos hojas de acero y -con odio, con jubilosa impiedad- cercené la abominable cabecita enemiga.
El alcaucil decapitado rodó unos centímetros. En el mismo instante, el tallo seccionado se multifurcó en no sé cuántos tallos menores y, simultáneamente, nacieron quince, veinte, cincuenta cabecitas que, furiosas, se lanzaron contra mí, intentando morderme los zapatos, las piernas, las manos.
Entonces, y como pude, retrocedí hacia la zona del baño y del dormitorio, donde la densidad de alcauciles por centímetro cuadrado era mucho menor. Soy una persona -creo- bastante lúcida y no me hallaba dispuesto a perder la calma: sólo quería serenarme y reflexionar un poco, pues no dudaba -siempre tuve mucha confianza en mí mismo- de que hallaría pronta solución al problema de los alcauciles.
Razoné.
Durante mi ausencia, ¿qué los había exasperado y hasta enloquecido? Sin duda, la falta de alimentos. En efecto, durante las semanas anteriores -cuando se hallaban normalmente nutridos-, los alcauciles habían manifestado una conducta digna y juiciosa. Bastaría, pues, con proveerlos de la comida necesaria para que volvieran a ser los calmos y mansos alcauciles de otrora.
Desde el teléfono del dormitorio -casi no había cama, ni mesitas de luz ni placares ni ropas- llamé al mercadito Los Dos Amigos. El primer amigo vende carne; el segundo amigo, verduras y frutas. Al primero le encargué ocho kilos de menudencias bien baratas: hígado, bofe, huesos. Al segundo, papas y zapallos, que cuestan poquísimo y rinden mucho. Les pedí que me mandaran todo en seguida: así aplacaría, por el momento, el hambre de los alcauciles. Más adelante buscaría -y hallaría- la solución definitiva.
Mientras los alcauciles y yo esperábamos los víveres, ellos continuaban royendo. El ruido que produce su roer es similar al de sacudir una caja de fósforos, con la salvedad de que nadie está todo el tiempo sacudiendo una caja de fósforos, y, en cambio, los alcauciles roían, roían, roían todo el tiempo. Continuaban royendo los restos de los muebles: tragaban la madera y deshechaban la laca y los elementos metálicos y plásticos.
Pensé: "Mientras tengan algo para comer, estaré a salvo". Y, en seguida: "Cómo tardan Los Dos Amigos".
Entonces sonó el timbre (no el del portero eléctrico sino el del departamento): sonó con ese tipo de llamado largo e impaciente que yo aborrezco. Anticipándose a mi movimiento, un alcaucil presionó hacia abajo el picaporte y abrió de par en par la puerta.
En el vano, sobre el fondo más oscuro del pasillo, con delantal blanco y gorrita blanca, y con una enorme canasta de mimbre sostenida por ambas manos, apareció el muchacho gordo y rudimentario que muchas veces yo había visto lavando la vereda del mercadito Los Dos Amigos.
El muchacho -descomunal zopenco de veinte años y cien kilos de peso- vaciló un instante entre saludarme y avanzar. Otra cosa no pudo hacer: en segundos fue envuelto por una telaraña verde, dúctil y eficaz de cuarenta o cincuenta alcauciles. No llegó a gritar ni pudo mover los brazos. Con alcauciles en los ojos, en el cuello y dentro de la boca, semiestrangulado, y no sé si vivo o ya muerto, fue arrastrado -con ligereza de pluma- hasta el centro del comedor, y allí los alcauciles, en áspero tumulto, se dieron a la tarea de horadar y carcomer al muchacho gordo del mercadito, y también su canasta de mimbre, y las papas y los zapallos, y el hígado y el bofe y los huesos.
Aquella imagen de los pequeños alcauciles que recorrían el gran cuerpo me recordó la de las hormiguitas rojas cuando seccionan una cucaracha muerta, o viva.
Mientras estos alcauciles ingerían al muchacho, otros habían echado llave a la puerta del departamento y mantenían ahora aquélla en su poder, lejos de mi posibilidad de alcance.
Entonces me encerré en el cuarto de baño, recinto aún del todo libre de alcauciles. Corrí el pasador metálico y, sentado en el borde de la bañadera, traté de imaginar un rápido plan para derrotar a los alcauciles. Con muchos nervios y con poco tiempo, apenas si llegué a esbozar la idea de provocar un incendio. Pero, ¿qué incendiar?: ya casi no quedaban cosas inflamables, mi casa sólo era un esqueleto de materias inorgánicas.
Estas especulaciones, y otras parecidas, resultaban, al fin, ociosas e inoperantes. Lo mejor - me dije- será no pensar en nada. Y esperar. Sentado en el borde de la bañadera, esperar. Contemplando con estúpida atención esos objetos familiares tan desprovistos de interés: el lavatorio, el espejo, los azulejos...
Los alcauciles ya han empezado a roer y perforar la puerta del cuarto de baño en veinte puntos distintos. Pronto habrá allí veinte boquetes y, en seguida, veinte cabecitas de un verde apagado que avanzarán hacia mí.
Yo espero: ni resignado ni pasivo. He arrancado la barra del toallero y la empuño a modo de garrote: no me entregaré sin resistencia; trataré de inferirles el mayor daño posible.
Repito lo que dije al principio: he aprendido bastante -pero aún ignoro muchas cosas-  sobre las costumbres del alcaucil.




POESÍA 6: "VERGÜENZA" DE GABRIELA MISTRAL.

VERGÜENZA



Si tú me miras, yo me vuelvo hermosa

como la hierba a que bajó el rocío,
y desconocerán mi faz gloriosa
las altas cañas cuando baje al río.

Tengo vergüenza de mi boca triste
de mi voz rota y mis rodillas rudas;
ahora que me miraste y que viniste,
me encontré pobre y me palpé desnuda.

Ninguna piedra en el camino hallaste
más desnuda de luz la alborada
que esta mujer a la que levantaste,
porque oíste su canto, la mirada.

Yo callaré para que no conozcan
mi dicha los que pasan por el llano,
en el fulgor que da a mi frente tosca
y en la tremolación que hay en mi mano...

Es noche y baja a la hierba el rocío;
mírame largo y habla con ternura,
¡que ya mañana al descender al río
la que besaste llevará hermosura!

Gabriela Mistral.

miércoles, 30 de octubre de 2013

EXTRACTOS DE "EMMA" DE JANE AUSTEN

EXTRACTOS  DE "EMMA " DE JANE AUSTEN


"Emma Woodhouse, bella, inteligente y rica, con una familia acomodada y un buen carácter, parecía reunir en su persona los mejores dones de la existencia; y había vivido cerca de veintiún años sin que casi nada la afligiera o la enojase.
Era la menor de las dos hijas de un padre muy cariñoso e indulgente y, como consecuencia de la boda de su hermana, desde muy joven había tenido que hacer de ama de casa. Hacía ya demasiado tiempo que su madre había muerto para que ella conservase algo más que un confuso recuerdo de sus caricias, y había ocupado su lugar una institutriz, mujer de gran corazón, que se había hecho querer casi como una madre.
La señorita Taylor había estado dieciséis años con la familia del señor Woodhouse, más como amiga que como institutriz, y muy encariñada con las dos hijas pero sobre todo con Emma. La intimidad que había entre ellas era más de hermanas que de otra cosa. Aun antes de que la señorita Taylor cesara en sus funciones nominales de institutriz, la blandura de su carácter raras veces le permitía imponer una prohibición; y entonces, que hacía ya tiempo que había desaparecido la sombra de su autoridad, habían seguido viviendo juntas como amigas, muy unidas la una a la otra, y Emma haciendo siempre lo que quería; teniendo en gran estima el criterio de la señorita Taylor, pero rigiéndose fundamentalmente por el suyo propio.
Lo cierto era que los verdaderos peligros de la situación de Emma eran, de una parte, que en todo podía hacer su voluntad, y de otra, que era propensa a tener una idea demasiado buena de sí misma; éstas eran las desventajas que amenazaban mezclarse con sus muchas cualidades. Sin embargo, por el momento el peligro era tan imperceptible que en modo alguno podían considerarse como inconvenientes suyos.
Llegó la contrariedad -una pequeña contrariedad-, sin que ello la turbara en absoluto de un modo demasiado visible: la señorita Taylor se casó. Perder a la señorita Taylor fue el primero de sus sinsabores. Y fue el día de la boda de su querida amiga cuando Emma empezó a alimentar sombríos pensamientos de cierta importancia. Terminada la boda y cuando ya se hubieron ido los invitados, su padre y ella se sentaron a cenar, solos, sin un tercero que alegrase la larga velada. Después de la cena, su padre se dispuso a dormir, como de costumbre, y a Emma no le quedó más que ponerse a pensar en lo que había perdido.
La boda parecía prometer toda suerte de dichas a su amiga. El señor Weston era un hombre de reputación intachable, posición desahogada, edad conveniente y agradables maneras; y había algo de satisfacción en el pensar con qué desinterés, con qué generosa amistad ella había siempre deseado y alentado esta unión. Pero la mañana siguiente fue triste. La ausencia de la señorita Taylor iba a sentirse a todas horas y en todos los días. Recordaba el cariño que le había profesado -el cariño, el afecto de dieciséis años-, cómo la había educado y cómo había jugado con ella desde que tenía cinco años...cómo no había escatimado esfuerzos para atraérsela y distraerla cuando estaba sana, y cómo la había cuidado cuando habían llegado las diversas enfermedades de la niñez. Tenía con ella una gran deuda de gratitud; pero el período de los últimos siete años, la igualdad de condiciones y la total intimidad que habían seguido a la boda de Isabella, cuando ambas quedaron solas con su padre, tenía recuerdos aún más queridos, más entrañables.Había sido una amiga y una compañera como pocas existen: inteligente, instruida, servicial, afectuosa, conociendo todas las costumbres de la familia, compenetrada con todas sus inquietudes, y sobretodo preocupada por ella, por todas sus ilusiones y por todos sus proyectos; alguien a quien podía revelar sus pensamientos apenas nacían en su mente, y que le profesaba tal afecto que nunca podía decepcionarla.
¿Cómo iba a soportar aquel cambio? Claro que su amiga había ido a vivir a sólo media milla de distancia de su casa; pero Emma se daba cuenta de que debía haber una gran diferencia entre una señora Weston que vivía sólo a media milla de distancia y una señorita Taylor que vivía en la casa; y a pesar de todas sus cualidades naturales y domésticas corría el gran peligro de sentirse moralmente sola. Amaba tiernamente a su padre, pero para ella no era ésta la mejor compañía; los dos no podían sostener ni conversaciones serias ni en chanza.
El mal de la disparidad de sus edades (y el señor Woodhouse no se había casado muy joven) se veía considerablemente aumentado por su estado de salud y sus costumbres; pues, como había estado enfermizo durante toda su vida, sin desarrollar la menor actividad, ni física ni intelectual, sus costumbres eran las de un hombre mucho mayor de lo que correspondía a sus años; y aunque era querido por todos por la bondad de su corazón y lo afable de su carácter, el talento no era precisamente lo más destacado de su persona.
Su hermana, aunque el matrimonio no la había alejado mucho de ellos, ya que se había instalado en Londres, a sólo dieciséis millas del lugar, estaba lo suficientemente lejos como para no poder estar a su lado cada día; y en Hartfield tenían que hacer frente a muchas largas veladas de octubre y de noviembre, antes de que la Navidad significase la nueva visita de Isabella, de su marido y de sus pequeños, que llenaban la casa proporcionándole de nuevo el placer de su compañía.
En Highbury, la grande y populosa villa, casi una ciudad, a la que en realidad Hartfield pertenecía, a pesar de sus prados independientes, y de sus plantíos y de su fama, no vivía nadie de su misma clase. Y por lo tanto los Woodhouse eran la primera familia del lugar. Todos les consideraban como superiores. Emma tenía muchas amistades en el pueblo, pues su padre era amable con todo el mundo, pero nadie que pudiera aceptarse en lugar de la señorita Taylor, ni siquiera por medio día. Era un triste cambio; y al pensar en ello, Emma no podía por menos de suspirar y desear imposibles, hasta que su padre despertaba y era necesario ponerle buena cara. Necesitaba que le levantasen el ánimo. Era un hombre nervioso, propenso al abatimiento; quería a cualquiera a quien estuviera acostumbrado, y detestaba separarse de él; odiaba los cambios de cualquier especie. El matrimonio, como origen de cambios, siempre le era desagradable; y aún no había asimilado ni mucho menos el matrimonio de su hija, y siempre hablaba de ella de un modo compasivo, a pesar de que había sido por completo un matrimonio por amor, cuando se vio obligado a separarse también de la señorita Taylor; y sus costumbres de plácido egoismo y su total incapacidad para suponer que otros podían pensar de modo distinto a él, le predispusieron no poco a imaginar que la señorita Taylor había cometido un error tan grave para ellos como para ella misma, y que hubiera sido mucho más feliz de haberse quedado todo el resto de su vida en Hartfield. Emma sonreía y se esforzaba por que su charla fuera lo más animada posible, para apartarle de estos pensamientos; pero a la hora del té, al señor Woodhouse le era imposible no repetir exactamente lo que ya había dicho al mediodía:
-¡Pobre señorita Taylor! Me gustaría que pudiera volver con nosotros. ¡Qué lastima que al señor Weston se le ocurriera pensar en ella!
-En esto no puedo estar de acuerdo contigo, papá; ya sabes que no. El señor Weston es un hombre excelente, de muy buen carácter y muy agradable, y por lo tanto merece una buena esposa; y supongo que no hubieras preferido que la señorita Taylor viviera con nosotros para siempre y soportara todas mis manías, cuando podía tener una casa propia...
-¡Una casa propia! Pero ¿qué sale ganando con tener una casa propia? Ésta es tres veces mayor. Y tú nunca has tenido manías, querida.
-Iremos a verles a menudo y ellos vendrán a vernos...¡Siempre estaremos juntos! Somos nosotros los que tenemos que empezar, tenemos que hacerles la primera visita, y muy pronto.
-Querida, ¿cómo voy a ir tan lejos? Randalls está demasiado lejos. No podría andar ni la mitad del camino.
-No, papá, nadie dice que tengas que ir andando. Desde luego tenemos que ir en coche.
-¿En coche? Pero a James no le gusta sacar los caballos por un viaje tan corto; ¿y dónde vamos a dejar a los pobres caballos mientras estamos de visita?.
-Papá, pues en las cuadras del señor Weston. Ya sabes que estaba todo previsto. Ayer por la noche hablamos de todo esto con el señor Weston. Y en cuanto a James, puedes estar completamente seguro de que siempre querrá ir a Randalls, porque su hija está sirviendo allí como doncella. Lo único de que dudo es de que quiera llevarnos a algún otro sitio. Fue obra tuya, papá. Fuiste tú quien consiguió a Hannah el empleo. Nadie pensaba en Hannah hasta que tú la mencionaste...¡James te está muy agradecido!
-Estoy muy contento de haber pensado en ella. Fue una gran suerte, porque por nada del mundo hubiese querido que el pobre James se creyera desairado; y estoy seguro de que será una magnífica sirvienta; es una muchacha bien educada y que sabe hablar; tengo muy buena opinión de ella. Cuando la encuentro siempre me hace una reverencia y me pregunta cómo estoy con maneras muy corteses; y cuando la tienes aquí haciendo costura, me fijo en que siempre sabe hacer girar muy bien la llave en la cerradura, y nunca la cierra de un portazo. Estoy seguro de que será una excelente criada; y será un gran consuelo para la pobre señorita Taylor tener a su lado a alguien a quien está acostumbrada a ver. Siempre que James va a ver a su hija, ya puedes suponer que tendrá noticias nuestras. Él puede decirle cómo vamos.
Emma no regateó esfuerzos para conseguir que su padre se mantuviera en este estado de ánimo, y confiaba, con la ayuda del chaquete, lograr que pasara tolerablemente bien la velada, sin que le asaltaran más pesares que los suyos propios. Se puso la tabla del chaquete; pero inmediatamente entró una visita que lo hizo innecesario.
El señor knightley, hombre de muy buen criterio, de unos treinta y siete o treinta y ocho años, no sólo era un viejo e íntimo amigo de la familia, sino que también se hallaba particularmente relacionado con ella por ser hermano mayor del marido de Isabella. Vivía aproximadamente a una milla de distancia de Highbury, les visitaba con frecuencia y era siempre bien recibido, y esta vez mejor recibido que de costumbre, ya que traía nuevas recientes de sus mutuos parientes de Londres. Después de varios días de ausencia, había vuelto poco después de la hora de la cena, y había ido a Hartfield para decirles que todo marchaba bien en la plaza de Brunswick. Ésta fue una feliz circunstancia que animó al señor Woodhouse  por cierto tiempo. El señor Knightley era un hombre alegre, que siempre le levantaba los ánimos; y sus numerosas preguntas acerca de "la pobre Isabella" y sus hijos fueron contestadas a plena satisfacción. Cuando hubo terminado, el señor Woodhouse, agradecido, comentó:
-Señor Knightley, ha sido usted muy amable al salir de su casa tan tarde y venir a visitarnos. ¿No le habrá sentado mal salir a esta hora? -No, no, en absoluto. Hace una noche espléndida, y con una hermosa luna; y tan templada que incluso tengo que apartarme del fuego de la chimenea.  -Pero debe de haberla encontrado muy húmeda y con mucho barro en el camino. Confío en que no se habrá resfriado.
-¿Barro? Mire mis zapatos. Ni una mota de polvo.
-¡Vaya! Pues me deja muy sorprendido, porque por aquí hemos tenido muchas lluvias. Mientras desayunábamos estuvo lloviendo de un modo terrible durante media hora. Yo quería que aplazaran la boda.
-A propósito...Todavía no le he dado a usted la enhorabuena. Creo que me doy cuenta de la clase de alegría que los dos deben de sentir, y por eso no he tenido prisa en felicitarles; pero espero que todo haya pasado sin más complicaciones.¿Qué tal se encuentran? ¿Quién ha llorado más?
-¡Ay! ¡Pobre señorita Taylor! ¡Qué pena!
-Si me permite, sería mejor decir pobre señor y señorita Woodhouse;  pero lo que no me es posible decir es "pobre señorita Taylor". Yo les aprecio mucho a usted y a Emma; pero cuando se trata de una cuestión de dependencia o independencia...Sin ninguna duda, tiene que ser preferible no tener que complacer más que a una sola persona en vez de dos.
-Sobre todo cuando una de esas dos personas es muy antojadiza y fastidiosa -dijo Emma bromeando-; ya sé que esto es lo que está pensando...y que sin duda es lo que diría si no estuviera delante mi padre.
-Lo cierto, querida, es que creo que esto es la pura verdad -dijo el señor Woodhouse suspirando-; temo que a veces soy muy antojadizo y fastidioso.
-¡Papá querido! ¡No vas a pensar que me refería a ti, o que el señor Knightley te aludía! ¡A quién se le ocurre semejante cosa! ¡Oh, no! Yo me refería a mí misma. Ya sabes que al señor Knightley le gusta sacar a relucir defectos míos...en broma, todo es en broma. Siempre nos decimos mutuamente todo lo que queremos.
Efectivamente, el señor Knightley era una de las pocas personas que podía ver defectos en Emma Woodhouse, y la única que le hablaba de ellos; y aunque eso a Emma no le era muy grato, sabía que a su padre aún se lo era mucho menos, y que le costaba mucho llegar a sospechar que hubiera alguien que no la considerase perfecta.
-Emma sabe que yo nunca la adulo -dijo el señor Knightley-, pero no me refería a nadie en concreto. La señorita Taylor estaba acostumbrada a tener que complacer a dos personas; ahora no tendrá que complacer más que a una. Por lo tanto hay más posibilidades de que salga ganando con el cambio.
-Bueno -dijo Emma, deseosa de cambiar de conversación-, usted quiere que le hablemos de la boda, y yo lo haré con mucho gusto, porque todos nos portamos admirablemente. Todo el mundo fue puntual, todo el mundo lucía las mejores galas...No se vio ni una sola lágrima, y apenas alguna cara larga. ¡Oh, no! Todos sabíamos que íbamos a vivir sólo a media milla de distancia, y estábamos seguros de vernos todos los días.
-Mi querida Emma lo sobrelleva todo muy bien -dijo su padre-; pero, señor Knightley, la verdad es que ha sentido mucho perder a la pobre señorita Taylor, y estoy seguro de que la echará de menos más de lo que se cree.
Emma volvió la cabeza dividida entre lágrimas y sonrisas.
-Es imposible que Emma no eche de menos a una compañera así -dijo el señor Knightley-. No la apreciaríamos como la apreciamos si supusiéramos una cosa semejante. Pero ella sabe lo beneficiosa que es esta boda para la señorita Taylor; sabe lo importante que tiene que ser para la señorita Taylor, a su edad, verse en una casa propia y tener asegurada una vida desahogada, y por lo tanto no puede por menos de sentir tanta alegría como pena. Todos los amigos de la señorita Taylor deben alegrarse de que se haya casado tan bien.
-Y olvida usted -dijo Emma- otro motivo de alegría para mí, y no pequeño: que fui yo quien hizo la boda. Yo fui quien hizo la boda, ¿sabe usted?, hace cuatro años; y ver que ahora se realiza y que se demuestre que acerté cuando eran tantos los que decían que el señor Weston no volvería a casarse, a mí me compensa de todo lo demás.
El señor Knightley inclinó la cabeza ante ella. Su padre se apresuró a replicar:
-¡Oh, querida! Espero que no vayas a hacer más bodas ni más predicciones, porque todo lo que tú dices siempre termina ocurriendo. Por favor, no hagas ninguna boda más.
-Papá, te prometo que para mí no voy a hacer ninguna; pero me parece que debo hacerlo por los demás. ¡Es la cosa más divertida del mundo! Imagínate, ¡después de este éxito! Todo el mundo decía que el señor Weston no se volvería a casar. ¡Oh, no! El señor Weston, que hacía tanto tiempo que era viudo y que parecía encontrarse tan a gusto sin una esposa, siempre tan ocupado con sus negocios de la ciudad, o aquí con sus amigos, siempre tan bien recibido en todas partes, siempre tan alegre...El señor Weston, que no necesitaba pasar ni una sola velada solo si no quería. ¡Oh, no! Seguro que el señor Weston nunca más se volvería a casar. Había incluso quien hablaba de una promesa que había hecho a su esposa en el lecho de muerte, y otros decían que el hijo y el tío no le dejarían. Sobre este asunto se dijeron las más solemnes tonterías, pero yo no creí ninguna. Siempre, desde el día (hace ya unos cuatro años) que la señorita Taylor y yo le conocimos en Broadway-Lane, cuando empezaba a lloviznar y se precipitó tan galantemente a pedir prestados en la tienda de Farmer Mitchell dos paraguas para nosotras, no dejé de pensar en ello. Desde entonces ya planeé la boda; y después de ver el éxito que he tenido en este caso, papá querido, no va a suponer que voy a dejar de hacer de casamentera.
-No entiendo lo que quiere usted decir con eso de "éxito" -dijo el señor Knightley-.Éxito supone un esfuerzo. Hubiera usted empleado su tiempo de un modo muy adecuado y muy digno si durante estos cuatro últimos años hubiera estado haciendo lo posible para que se realizara esta boda. ¡Una ocupación admirable para una joven! Pero si es como yo imagino, y sus funciones de casamentera, como usted dice, se reducen a planear la boda, diciéndose a sí misma un día en que no tiene nada que pensar: "Creo que sería muy conveniente para la señorita Taylor que se casara con el señor Weston", repitiéndoselo a sí misma de vez en cuando, ¿cómo puede hablar de éxito?, ¿dónde está el mérito? ¿De qué está usted orgullosa? Tuvo una intuición afortunada, eso es todo.
-¿Y nunca ha conocido usted el placer y el triunfo de una intuición afortunada? Le compadezco. Le creía más inteligente. Porque puede estar seguro de una cosa: una intuición afortunada nunca es tan sólo cuestión de suerte. Siempre hay algo de talento en ello. Y en cuanto a mi modesta palabra de "éxito", que usted me reprocha, no veo que esté tan lejos de poder atribuírmela. Usted ha planteado dos posibilidades extremas, pero yo creo que puede haber una tercera: algo que esté entre no hacer nada y hacerlo todo. Si yo no hubiese hecho que el señor Weston nos visitara y no le hubiera atentado en mil  pequeñas cosas, y no hubiese allanado muchas pequeñas dificultades, a fin de cuentas quizá no hubiéramos llegado a este final. Creo que usted conoce Hartfield lo suficientemente bien para comprender esto.
-Un hombre franco y sincero como Weston y una mujer sensata y sin melindres como la señorita Taylor, pueden muy bien  dejar que sus asuntos se arreglen por sí mismos. Mezclándose se exponía usted a hacerse más daño a sí misma que bien a ellos.
-Emma nunca piensa en sí misma si puede hacer algún bien a los demás -intervino el señor Woodhouse, que sólo en parte comprendía lo que estaban hablando-; pero, por favor, querida, te ruego que no hagas más bodas, son disparates que rompen de un modo terrible la unidad de la familia.
-Sólo una más, papá; sólo para el señor Elton. ¡Pobre señor Elton! Tú aprecias al señor Elton, papá...Tengo que buscarle esposa. No hay nadie en Highbury que le merezca...y ya lleva aquí todo un año, y ha arreglado su casa de un modo tan confortable que sería una lástima que siguiera soltero por más tiempo...y hoy me ha parecido que cuando les juntaba las manos ponía cara de que le hubiese gustado mucho que alguien hiciera lo mismo con él. Yo aprecio mucho al señor Elton, y ése es el único medio que tengo de hacerle un favor.
-Desde luego, el señor Elton es un joven muy agraciado y un hombre excelente, y yo le tengo en gran aprecio. Pero, querida, si quieres tener una deferencia para con él es mejor que le pidas que venga a cenar con nosotros cualquier día. Eso será mucho mejor. Y confío que el señor Knightley será tan amable como para acompañarnos.
-Con muchísimo gusto, siempre que usted lo desee -dijo riendo el señor Knightley-; y estoy totalmente de acuerdo con usted en que eso será mucho mejor. Invítele a cenar, Emma, y muéstrele todo su afecto con el pescado y el pollo, pero deje que sea él mismo quien se elija esposa. Créame, un hombre de veintiséis o veintisiete años ya sabe cuidar de sí mismo."




"En cualquier ocasión, era una ceremonia difícil recibir visitas de boda [...] La mujer escapaba mejor; podía tener la ayuda de la bella vestimenta y el privilegio del rubor, pero el hombre solo podía apoyarse en su buen sentido; y cuando Emma considero que peculiarmente desgraciado era el pobre señor Elton por estar en el mismo cuarto a la vez con la mujer con quien se acababa de casar, con la mujer con quien se había querido casar y la mujer con quien había supuesto que se casaría, tenía que consentirle el derecho a parecer muy poco cuerdo, muy afectado y nada cómodo".



"[...] Había vuelto a casa a caballo bajo la lluvia, y había ido a verla a pie inmediatamente después de comer, para ver como la más dulce y mejor de las criaturas, sin defectos a pesar de todos sus defectos, soportaba ese descubrimiento.
La encontró agitada y baja de ánimos. Frank Churchill era un villano. Él la oyó declarar que nunca le había amado. El carácter de Frank Churchill ya no fue tan desesperado. Ella era su Emma, en mano y palabra, cuando volvieron a la casa; y si en ese momento él hubiera podido pensar en Frank Churchill, quizá le habría considerado un tipo excelente."



PÁRRAFOS DE "DIARIO DE UN SEDUCTOR" DE SÖREN KIERKEGAARD.

PÁRRAFOS DE "DIARIO DE UN SEDUCTOR" DE SÖREN KIERKEGAARD




"¿Qué ama el amor?...Un recinto, no era el paraíso un lugar cerrado, un jardín expuesto a Oriente. Si nos acercamos más a la ventana, aparece un tranquilo lago, que humildemente se esconde entre las orillas escaparadas. En la orilla hay un barco. Un suspiro del corazón hinchado, un soplo del corazón inquieto: suelta amarras, resbala por las olas del lago, empujado suavemente por la brisa de una pasión que no tiene nombre. Si miramos para el otro lado, ante los ojos se dispersa el mar, que no puede detener nada, perseguido por el pensamiento, que no retiene nada...¿Qué ama el amor?. El Infinito. ¿Qué teme el amor?. Los límites."


"Pienso que quien lleva a los otros al error terminará cayendo en el error. Indicar a un viajero extraviado un camino equivocado, o sea, dejarle a uno en su error, es una acción muy reprobable, pero nunca se puede comparar con conducirle a uno para que se pierda a sí mismo".


"Más allá del mundo en el que vivimos, en un fondo remoto, existe otro mundo, que, respecto al primero, está en la misma relación en que la escena que vemos en el teatro se encuentra con la escena real. A través de unos velos muy finos y más etéreos, de una intensidad distinta a la del mundo real. Muchos hombres que aparecen corporalmente en el mundo real no tienen su morada en éste, sino en el otro".




"¡Maldito azar! Jamás maldije de tí cuando aparecías y te maldigo ahora en que te ocultas. ¿O se trata de una nueva invención tuya, inconcebible ser, estéril fuente de todo, único superviviente de aquel tiempo en que la necesidad dio a luz la libertad y la libertad fue tan insensata que volvió al seno materno?.
¡Maldito azar! ¡Tú, mi único amigo íntimo, único ser al que creía digno de confianza,  de mi alianza y de mi enemistad, siempre inestable y siempre igual a ti mismo, siempre incomprensible, eterno enigma!
Tú, al que quiero con toda la simpatía de mi alma, sobre cuya imagen me he formado y he ido perfeccionándome a mí mismo, ¿por qué no te muestras?  Yo no mendigo, no te suplico humildemente, para que te manifiestes de una y otra manera, porque en semejante adoración ibas a encontrar una forma de idolatría y no te gusta a ti la idolatría; en cambio, yo te invito a la lucha. ¿Por qué no acudes? ¿O es que se ha aplacado la inquietud del universo, se resolvió acaso el enigma o es que te precipitaste en el abismo de la eternidad? ¡Terrible pensamiento! En tal caso, el mundo del aburrimiento debería detenerse...
¡Maldito azar! Te aguardo. No deseo vencer con máximas ni con lo que los locos llaman carácter. No, yo deseo poetizarte. No deseo ser poeta para los demás; descúbrete y yo seré tu poeta...Luego, podré nutrirme de mi propia poesía, que será mi único alimento.
¿O es que me juzgas indigno? Voy a consagrarme a tu servicio, igual que las bayaderas bailan en honor de su dios. Ligero, con mínima vestimenta, desarmado, renuncio a todo. Nada poseo y nada quiero poseer, a nada amo y por eso nada tengo que perder y así me hice más digno de ti, de ti que tanto te cansaste, en el dilatado tiempo, de robar a los seres humanos aquello que aman, harto de sus cobardes suspiros, de sus rezos interesados. Sorpréndeme, pues estoy preparado...
Pero haz que la vea, muéstrame una posibilidad que ya me parece imposible, indícamela aunque sea entre sombras del Averno, que yo la sacaré hasta aquí arriba; haz, si quieres, que me odie, que me desprecie, que sea indiferente para conmigo, que ame a otro...Yo no temo. Pero agita las aguas estancadas, quiebra la quietud; dejarme morir de inanición de esta manera es algo miserable, que cometes tú al que creía más fuerte que yo...".


"Anoche quise poner a prueba la expansión del espíritu de Cordelia. Estaba indeciso si se le debía prestar las poesías de Schiller, para luego abrir el libro, como por casualidad, en el canto de Tecla o en las poesías de Burger. Preferí éstas, principalmente la titulada "Leonor", que es muy bonita y un poco exaltada. La leí en voz alta, con todo el sentimiento. Cordelia, conmovidísima, se puso a coser febrilmente, como si fuese ella y no a Leonor a quien Guillermo tuviese que raptar (...). Debe haber experimentado una sensación como de vuelo..."


"Pero, ¿cómo sorprender a Cordelia?. Podría provocar la tempestad erótica y arrancar los árboles con las raíces. Podría arrancarla del terreno donde se ahonda, y al mismo tiempo, con medios secretos, hacer aparecer su pasión a la luz del día. Pero eso sería, estéticamente, un error, y tratándose de Cordelia no alcanzaría el ideal al que aspiro. Yo no amo "el engaño"; además, ése es un medio que sólo da buen resultado cuando tenemos que habérnoslas con muchachas a las que sólo la falsedad puede dar un relámpago de poesía."


"Por tal causa, las víctimas que el causaba eran de un tipo muy especial: no pasaban a engrosar el número de desdichadas que la sociedad condena al ostracismo; en ellas no se advertía ningún cambio visible; vivían en la relación habitual de siempre; respetadas en el círculo de los conocidos, como siempre; y, sin embargo, estaban sufriendo un profundo cambio, en una forma que a ellas les resultaba muy oscura y para los demás totalmente incomprensible. Su vida no estaba rota, como la de las otras seducidas; tan sólo, habían sido doblegadas y vencidas dentro de sí mismas; por idas para los demás, intentaban inútilmente volverse a encontrar".


"Johannes,

No te llamo mío...Comprendo perfectamente que jamás lo fuiste y por eso me siento castigada con tanta dureza por haberme aferrado a esa idea, como a mi única alegría. Por eso te llamo mío, mi seductor, mi embaucador, mi enemigo, origen de mi desventura, tumba de mi dicha, abismo de mi desdicha. 
Te llamo mío y me considero tuya: y todas estas palabras que antes acariciaban tus sentidos arrodillados delante de mí en adoración, han de sonar como una maldición para ti, una maldición para toda la eternidad.
Pero, ¡no debes alegrarte por esto, no imagines que, persiguiéndote en vano o tal vez armando mi mano con un puñal, deseo provocar tu burla! Vayas donde vayas, seguiré siendo tuya, siempre a pesar de todo; aunque te retires a los confines del mundo, seré tuya; aunque ames, por centenares a otras mujeres, seré tuya, tuya hasta la muerte. El mismo lenguaje que contra ti empleo demuestra que lo soy. Te atreviste a una gran villanía seduciéndome a mí, a un pobre ser, hasta el punto de que para mí lo eras todo, la plenitud, y yo no deseaba ningún otro gozo que ser tu esclava.
Sí, soy tuya, tuya, tuya: soy tu maldición.
Tu Cordelia."


"Ahora, ya ha pasado todo; no deseo volverla a ver nunca más....
Una mujer es un ser débil; cuando se ha dado totalmente lo ha perdido todo: si la inocencia es algo negativo en el hombre, en la mujer es la esencia vital....
Ya nada tiene que negarme. El amor es hermoso, sólo mientras duran el contraste y el deseo; después, todo es debilidad y costumbre.
Y ahora ni siquiera deseo el recuerdo de mis amores con Cordelia. Se ha desvanecido todo el aroma. Ya ha pasado la época en que una muchacha podía transformarse en heliotropo a causa del gran dolor de que las abandonasen....
Ni siquiera deseo despedirme; me fastidian las lágrimas y las súplicas de las mujeres, me revuelven el alma sin necesidad.
En un tiempo la amé, pero de ahora en adelante ya no puede pertenecerle mi alma...De ser un dios, haría con ella lo que hizo Neptuno con una ninfa: la iba a transformar en hombre...".


CUENTO: "EL MILAGRO SECRETO" DE JORGE LUIS BORGES EN "FICCIONES"

CUENTO: "EL MILAGRO SECRETO" DE JORGE LUIS BORGES




Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261


La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.

El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.

El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.

Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)

Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.

Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.

Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.

Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.

Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...

El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.

El universo físico se detuvo.

Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.

Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.

No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.

Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.


POESÍA 5: "ES PARA LLORAR" DE VICENTE HUIDOBRO.


ES PARA LLORAR




Es para llorar que buscamos nuestros ojos
Para sostener nuestras lágrimas allá arriba
En sus sobres nutridos de nuestros fantasmas
Es para llorar que apuntamos los fusiles sobre el día
Y sobre nuestra memoria de carne
Es para llorar que apreciamos nuestros huesos y a la muerte sentada junto a la novia
Escondemos nuestra voz de todas las noches
Porque acarreamos la desgracia
Escondemos nuestras miradas bajo las alas de las piedras
Respiramos más suavemente que el cielo en el molino
Tenemos miedo

Nuestro cuerpo cruje en el silencio
Como el esqueleto en el aniversario de su muerte
Es para llorar que buscamos palabras en el corazón
En el fondo del viento que hincha nuestro pecho
En el milagro del viento lleno de nuestras palabras

La muerte está atornillada a la vida
Los astros se alejan en el infinito y los barcos en el mar
Las voces se alejan en el aire vuelto hacia la nada
Los rostros se alejan entre los pinos de la memoria
Y cuando el vacío está vacío bajo el aspecto irreparable
El viento abre los ojos de los ciegos
Es para llorar para llorar

Nadie comprende nuestros signos y gestos de largas raíces
Nadie comprende la paloma encerrada en nuestras palabras
Paloma de nube y de noche
De nube en nube y de noche en noche
Esperamos en la puerta el regreso de un suspiro
Miramos ese hueco en el aire en que se mueven los que aún no han nacido

Ese hueco en que quedaron las miradas de los ciegos estatuarios
Es para poder llorar es para poder llorar
Porque las lagrimas deben llover sobre las mejillas de la tarde

Es para llorar que la vida es tan corta
Es para llorar que la vida es tan larga

El alma salta de nuestro cuerpo
Bebemos en la fuente que hace ver los ojos ausentes
La noche llega con sus corderos y sus selvas intraducibles
La noche llega a paso de montaña
Sobre el piano donde el árbol brota
Con sus mercancías y sus signos amargos
Con sus misterios que quisiera enterrar en el cielo
La ciudad cae en el saco de la noche
Desvestida de gloria y de prodigios
El mar abre y cierra su puerta
Es para llorar para llorar
Porque nuestras lágrimas no deben separarse del buen camino

Es para llorar que buscamos la cuna de la luz
Y la cabellera ardiente de la dicha
Es la noche de la nadadora que sabe transformarse en fantasma
Es para llorar que abandonamos los campos de las simientes
En donde el árbol viejo canta bajo la tempestad como la estatua del mañana

Es para llorar que abrimos la mente a los climas de impaciencia
Y que no apagamos el fuego del cerebro

Es para llorar que la muerte es tan rápida
Es para llorar que la muerte es tan lenta.

Vicente Huidobro.

martes, 29 de octubre de 2013

"DIVORCIOS Y BIBLIOTECAS" DE JOSÉ SARAMAGO

"DIVORCIOS Y BIBLIOTECAS" DE JOSÉ SARAMAGO EN SUS "CUADERNOS DE LANZAROTE".




"Dos veces, o quizá fueran tres, se me presentaron en la Feria del libro, en años pasados, otros tantos lectores, los dos o los tres, cargando el peso de decenas de volúmenes nuevos, compras recientes, y por lo general todavía acondicionados en los sacos de plástico de origen. Al primero que se me presentó de esa manera le hice la pregunta que me pareció más lógica, es decir, si su encuentro con mi trabajo de escritor había sido para él cosa reciente y, por lo visto, fulminante. Me respondió que no, que me leía desde hacía mucho tiempo, pero que se había divorciado, y que la ex-esposa, también lectora entusiasta, se había llevado a su nueva vida la biblioteca de la familia ahora rota. Se me ocurrió entonces, y sobre eso escribí unas líneas en los viejos Cuadernos de Lanzarote, que sería interesante estudiar el asunto desde el punto de vista de lo que en ese momento consideré algo así como la importancia de los divorcios en la multiplicación de las bibliotecas. Reconozco que la idea era algo provocativa, por eso la dejé en paz, al menos para que no me acusaran de colocar mis intereses materiales por encima de la armonía de las parejas. No sé, ni siquiera puedo imaginarlo, cuantas separaciones conyugales habrán dado origen al formación de nuevas bibliotecas sin que vaya eso en detrimento de las antiguas. Dos o tres casos, que esos son los que he conocido, no son suficientes para que nazca una primavera, o, con palabras más explícitas, por ahí no mejorarán ni los lucros del editor, ni mis ingresos por los derechos de autor. Lo que francamente no esperaba era que la crisis económica que nos mantiene en estado de alerta continua hubiera venido a dificultar todavía más los divorcios y, así, la ambicionada progresión aritmética de las bibliotecas, lo que, aspecto en que ciertamente todos estaremos de acuerdo, significa un auténtico atentado contra la cultura. ¿Qué decir, por ejemplo, del problema complejo, y no pocas veces insoluble, que es encontrar hoy comprador para un piso? Si muchos procesos de divorcio se encuentran estancados, si no avanzan en los tribunales, la causa es ésa, y no otra. Peor aún, ¿cómo deberá procederse contra ciertos comportamientos escandalosos ya de dominio público, como es el caso, lamentablemente frecuente y absolutamente inmoral, de seguir viviendo en la misma casa, tal vez no dormir en la misma cama, pero utilizar la misma biblioteca? Se ha perdido el respeto, se ha perdido el sentido de decoro, he aquí la desgraciada situación a la que llegamos. Y que no se diga que la culpa es de Wall Street: en las comedias de televisión que ellos financian no se ve ni un solo libro."

POEMA 4: "EL POETA PIDE A SU AMOR QUE LE ESCRIBA" DE FEDERICO GARCÍA LORCA.

EL POETA PIDE A SU AMOR QUE LE ESCRIBA



Amor de mis entrañas, viva muerte

En vano espero tu palabra escrita


Y pienso, con la flor que se marchita,

Que si vivo sin mi quiero perderte.

El aire es inmortal. La piedra inerte.

Ni conoce la sombra ni la evita.

Corazón interior no necesita

La miel helada que la luna vierte.

Pero yo te sufrí. Rasgué mis venas

Tigre y paloma sobre tu cintura

En duelo de mordiscos y azucenas.

Llena pues de palabras mi locura,

O déjame vivir en mi serena

Noche del alma para siempre oscura.


Federico García Lorca.

PRÓLOGO Y ALGUNAS COLUMNAS DE "ESCRITOS DE UN VIEJO INDECENTE" DE CHARLES BUKOWSKI 1


PRÓLOGO Y ALGUNAS COLUMNAS DE "ESCRITOS DE UN VIEJO INDECENTE" DE CHARLES BUKOWSKI. 1






Prólogo del propio Bukowski en 1969 de "Notes of a dirty old man"


"hace más de un año que empezó John Bryan con su periódico "underground" open city en la habitación delantera de una pequeña casa de dos pisos de alquiler. el periódico se trasladó luego a un apartamento enfrente, luego al distrito comercial de la avenida melrose. pero cuelga una sombra. una sombra inmensa, lúgubre. el tiraje aumenta pero la publicidad no llega como debería. al otro extremo, en la parte mejor de la ciudad está el l. a. free press, ya asentado que se lleva los anuncios. Bryan creó su propio enemigo trabajando primero para el l. a. free press y pasando su tiraje de 16.000 a más del triple. es como organizar el ejército nacional y unirse luego a los revolucionarios. por supuesto, la batalla no es simplemente open city contra free press. Si has leído open city, sabrás que la batalla es más amplia que eso. open city incluye a los grandes tipos, los primeros, y hay algunos muy grandes que bajan  por el centro de la calle, ahora, y son unos verdaderos mierdas, además. es más divertido y más peligroso trabajar para open city, que quizás sea el periodicucho más vivo de los estados unidos. pero diversión y peligro no ponen margarina en la tostada ni alimentan al gato. y renuncias a la tostada y acabas comiéndote el gato.



bryan es el tipo de idealista y romántico loco. se fue, o le echaron, se fue y le echaron (corrieron muchos cuentos sobre eso) de su trabajo en el herald examiner por oponerse a que le borraran la polla y los huevos al niño jesús. esto en la portada del número de navidad. "ni siquiera es mi dios, es el suyo", me dijo.



así pues, este extraño romántico idealista, creó open city. "¿qué te parece si nos haces una columna semanal?" preguntó despreocupadamente, rascándose la barbilla pelirroja. en fin, la verdad, pensando en otras columnas y otros columnistas, me parecía un latazo imponente. pero empecé, no con una columna sino con una crítica de papá hemingway, de a. e. hotchner. luego, un día, después de las carreras, me senté y escribí el título, escritos de un viejo indecente, abrí una cerveza, y el texto se hizo solo. no hubo la tensión ni el cuidadoso esculpido con un trocito de cuchilla roma, que hacía falta para escribir algo para the atlantic monthly. no había necesidad en este caso de soltar simplemente un periodismo liso y descuidado. no parecía haber presión alguna. bastaba sentarse junto a la ventana, darle a la cerveza y dejar que saliese. lo que quisiese salir que saliera. y bryan nunca fue problema. yo le entregaba el trabajo (en los primeros tiempos) y él le echaba una ojeada y decía, "vale, de acuerdo". al cabo de un tiempo, simplemente le entregaba los papeles y él los leía; luego se limitaba a meterlos en el cajón y decía, "de acuerdo. ¿qué se cuenta?". ahora ni siquiera dice "de acuerdo". me limito a entregarle el papel y eso es todo. esto me ha ayudado a escribir. piénsalo: libertad absoluta para escribir lo que te dé la gana. lo he pasado bien haciéndolo, y a veces ha resultado también cosa seria; pero tuve la sensación firme, según pasaban las semanas, de que lo que escribía era mejor cada vez. este libro es una selección de unos catorce meses de columnas.



en cuanto a acción, no tiene comparación posible con la poesía. si te aceptan un poema, lo más probable es que salga de dos a cinco años después, y hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que nunca aparezca, o de que versos exactos de él aparezcan más tarde, palabra por palabra, en la obra de algún famoso poeta y entonces sabes que el mundo no es gran cosa: esto, por supuesto, no es culpa de la poesía; se debe sólo a que hay mucho mierda intentando publicarla y escribirla. pero con los escritos, me sentaba con una cerveza y le daba a la máquina un viernes o un sábado o un domingo y el miércoles la cosa llegaba a toda la ciudad. recibí cartas de gente que nunca había leído poesía, ni mía ni de ningún otro. la gente venía a mi casa (vinieron demasiados realmente), y llamaban a la puerta y me decían que escritos de un viejo indecente les conectaba. un vagabundo de la carretera se trae a un gitano y a su mujer y hablamos, fantaseamos y bebimos hasta medianoche. una telefonista de newburgh, n. y., me envía dinero. quiere que deje de beber cerveza y coma bien. me dijeron que un loco que se hace llamar "rey arturo" y vive en la calle de los borrachos de Hollywood quiere ayudarme a escribir mi columna. también llamó a mi puerta un médico: "leí su columna y creo que puedo ayudarle. yo era psiquiatra". le eché.



espero que esta selección te sirva. si quieres mandarme dinero, vale. o si quieres odiarme, también vale. si yo fuese el herrero del pueblo no andarías en broma conmigo, pero sólo soy un viejo con algunas historias sucias. que escribe para un periódico que, como yo, podría morir mañana por la mañana.



Todo resulta muy extraño. Piénsalo: si no le hubiesen borrado la polla y los huevos al niño jesús, no estarías leyendo ésto. en fin, que te diviertas. 



Charles Bukowski, 1969."



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"algún hijoputa había acaparado todo el dinero, todos decían estar sin blanca, se acababa el juego, yo estaba allí sentado con mi compadre elf, elf estuvo jodido de pequeño, encogido todo, se pasó años tumbado en la cama apretando esas pelotas de goma, haciendo extraños ejercicios,  y cuando un buen día salió de aquella cama, era más ancho que alto, una risueña bestia musculosa que quería ser escritor pero escribía demasiado pareado a thomas wolfe y, dreiser aparte, t. wolfe fue el peor escritor norteamericano de todos los tiempos, y bueno, le arreé detrás de la oreja y la botella cayó de la mesa (él había dicho algo con lo que yo no estaba de acuerdo) cuando fue a levantarse yo tenía la botella agarrada, un escocés magnífico, y le aticé en la mandíbula y parte del cuello allí debajo y abajo se fue otra vez, y yo me sentía el amo del mundo, yo estudiaba a dostoievski y escuchaba a mahler en la oscuridad, y, bueno tuve tiempo para beber de la botella, posarla, amagar con la derecha y empalmarle la izquierda justo debajo del cinturón, cayó contra el aparador, como un fardo, se rompió el espejo, hizo ruidos como de película, relampagueó y se hizo añicos y luego elf me atizó en la frente, arriba, y caí hacia atrás sobre una silla y la silla se aplastó como paja, mobiliario barato, y luego me vi yo en el suelo...(tengo manos pequeñas y no tenía muchas ganas de pelea y no le había dejado fuera de combate) y aquel papanatas de tres al cuarto vengativo se me vino encima y recibí más o menos uno por cada tres que aticé, no muy buenos, pero él quería seguir y el mobiliario se desmoronaba por todas partes, con muchísimo ruido y yo estaba deseando que alguien parase aquel maldito asunto: la casera, la policía, dios, cualquiera, pero aquello siguió y siguió y siguió, y luego ya no me acuerdo.

cuando desperté, el sol estaba alto y yo bajo la cama. salí de allí debajo y descubrí que podía aguantar de pie. tenía un gran corte debajo de la barbilla, los nudillos raspados, había tenido resacas peores, y había sitios peores para despertar, ¿como la cárcel? quizás, miré a mi alrededor, había sido real, todo roto, apestando, tirado, derramado (lámparas, sillas, aparador, cama, ceniceros), increíblemente macabro, no había nada delicado allí, no, todo era feo y muerto, bebí un poco de agua y luego pasé al retrete, aún seguía allí: billetes de diez, de veinte, de cinco, el dinero, yo lo había ido metiendo allí cuando entraba a mear durante la partida, y recordé que la pelea había empezado por el dinero, recogí los billetes, los metí en la cartera, coloqué mi maleta de cartón en la cama inclinada y empecé a meter allí mis andrajos: camisas de faena, zapatones con agujeros en las suelas, calcetines sucios endurecidos, arrugados pantalones con perneras que querían reír, un relato sobre un tipo que agarraba ladillas en el palacio de la opera de san francisco y un sobado diccionario de los drugstores thrifty: "palingenesia: recapitulación de estudios ancestrales de la vida y la historia".
el reloj funcionaba, el viejo despertador, dios le bendiga, cuántas veces lo había mirado en mañanas de resaca a las siete y media y había dicho ¿que se joda el trabajo? ¡que se joda el trabajo! en fin, marcaba las cuatro de la tarde, estaba a punto de colocarlo en la maleta para cerrarla y cuando (claro, ¿por qué no?) alguien llamó a la puerta.
¿si?
¿señor bukowski?
¿si? ¿si?
quiero entrar a cambiar las sabanas.
no, hoy no. hoy estoy malo.
oh, cuanto lo siento. pero dejeme entrar y cambiar las sabanas, es un momento luego me iré.
no, no, estoy demasiado enfermo, demasíado. no quiero que me vea usted tal como estoy.
y la cosa siguió y siguió, ella quería cambiar las sábanas, yo decía, no. ella decía, quiero cambiar las sábanas, y dale y dale, aquella casera, aquel pedazo de carne, todo carne, todo gritaba en ella carne carne carne, yo sólo llevaba alli dos semanas, abajo había un bar. venía gente a verme, no estaba yo, y ella decía siempre; "está abajo en el bar, siempre está abajo en el bar", y la gente decía: "pero hombre por dios, ¿qué patrona es ésa que tienes?".
Pues era una mujer blanca, muy grande, y le gustaban aquellos filipinos, aquellos filipinos"


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"no quiero decir que haya que renunciar. estoy a favor del auténtico espíritu humano, esté donde esté, donde se haya escondido, sea lo que sea. pero cuidado con los farsantes que l pintan todo de color de rosa y te dejan en la estacada con cuatro polis feroces y ocho o nueve muchachos de la guardia nacional y sólo tu ombligo por última oración. esos que gritan exigiendo tu sacrificio en los parques públicos suelen ser los que primero se largan en cuanto empieza el tiroteo. quieren vivir y escribir sus memorias.

antes era la cosa religiosa. no la farsa de la iglesia grande, que era un latazo. todos se aburrían, hasta el predicador. sino los sitios pequeños, que eran como tiendas, pintados de blanco. Dios, cómo tiraban de uno. yo entraba borracho y me sentaba allí a mirar. sobre todo cuando me echaban de los bares, para qué ir a casa a torturarse. los mejores tinglados religiosos estaban en Los Angeles. seguían Nueva York y Fildelfia. aquellos predicadores eran unos artistas, amigo. casi me hacían rodar por el suelo también. la mayoria de aquellos predicadores andaban de resaca, con los ojos inyectados en sangre, necesitaban más dinero para poder beber, o puede que incluso para una picada, en fin, cualquiera sabe.
casi a punto estuvieron de hacerme rodar por el suelo y yo estaba frío y bastante cansado. era mejor que una mujer aunque sólo te cazase a medias. quiero dar las gracias a esos chicos, negros la mayoría, por algunas noches entretenidas; creo que si alguna vez escribí poesía en serio, quizás se la robara a ellos, en parte.
pero ahora se esfuma ese juego. dios, sencillamente, no pagaba el alquiler ni aportaba la botella de vino, por mucho que gritaran o ensuciaran sus últimos andrajos rodando por el suelo. dios decía ESPERA y es duro esperar con la tripa vacía y ya el alma no se siente tan bien y quizás no pases ya de los cincuenta y cinco. y la última vez que Dios apareció fue hace ya casi dos mil años y no hizo más que unos cuantos trucos baratos de prestidigitador, dejó que unos cuantos judios la liaran y luego se largó. uno acaba cansado de sufrir. los propios dientes de la propia boca no bastan para matarle a uno ni la misma mismísima mujer en la misma mismísima pequeña habitación.
los liantes religiosos están uniéndose a los liantes revolucionarios y uno ya no puede diferenciar, hermanos, culo de coño. tened en cuenta esto, y tendréis un principio. escuchad muy atentos y tendréis un principio. si os lo tragáis todo, quedaréis liquidados. dios se bajó del árbol, se llevó la serpiente y la tía buena del Edén y ahora tenemos a Carlos Marx tirando manzanas de oro desde el mismo árbol, sobre todo maquillado de negro.
si hay una lucha, y creo que la hay, que la ha habido siempre, y que es la de los van Gogh y los Mahler, la de los Dizzy Gillespie y los Charley Parker, entonces, por favor, tened cuidado con vuestros caudillos, pues hay demasiados individuos en vuestras vidas que preferirían ser presidentes de la General Motors a quemar la gasolinera de la esquina. sólo que como no pueden conseguir una cosa, van por la otra. son las ratas humanas de siempre, que nos han retenido donde estamos. es Dubcek que vuelve de Rusia mediohombre, aterrado por la muerte psíquica. el hombre ha de aprender al fin que es mejor morir mientras le cortan lentamente las bolas que vivir de cualquier otro modo. ¿estupidez?. no más estupidez que el mayor de todos los milagros. pero si estás cogido en la trampa, no olvides nunca qué es lo que estás haciendo, exactamente, o el alma se hundirá. Casanova acostumbraba a meter los dedos, las manos, por debajo de los vestidos de las damas mientras en el patio del rey despedazaban hombres; pero él también murió, y sólo era un tipo de gran polla y gran lengua y sin valor alguno. decir que vivió bien es cierto; y lo es también que yo podría escupir sobre su tumba sin el menor reparo. las señoras suelen irse detrás de los más tontos, por eso la raza humana está donde está hoy: hemos engendrado astutos y sempiternos Casanovas, todos huecos por dentro, como los huevos de Pascua de chocolate que damos a nuestros pobres niños.
el nido de las artes como los nidos de los revolucionarios está lleno de unos insensatos de lo más increíble cubiertos de piojos, que buscando solaz cocacolesco porque ni pueden encontrar trabajo como lavaplatos ni pintar como Cézanne. si el molde no te admite, sólo cabe rezar o trabajar por otro molde nuevo. y si descubres que ese molde no te sirve, ¿por qué no otro entonces? todo el mundo contento, seguro en su camino.
sin embargo, pese a que soy tan viejo, me satisface mucho vivir en esta época segura. EL HOMBRE CORRIENTE SE HA CANSADO YA DE TANTO CUENTO. está ocurriendo en todas partes. Praga. Watts. Hungría. Vietnam. no es el gobierno. es el Hombre contra el gobierno. es el Hombre que no permite ya que le engañen con unas Navidades blancas con la voz de Bing Crosby y unos huevos de Pascua teñidos que hay que esconderles a los chicos que deben TRABAJAR PARA ENCONTRARLOS. de futuros presidentes de Norteamérica cuyos rostros en la pantalla de televisión te hacen salir corriendo al baño para vomitar.
me gusta esta época. me gusta esta sensación. los jóvenes han empezado al fin a pensar. y cada vez son más los jóvenes. pero en cuanto consiguen un ariete de sus sentimientos, perece asesinado. los viejos y los atrincherados están muertos de miedo. saben que la revolución puede llegar a través de las urnas a la manera norteamericana. podemos matarlos sin un tiro. podemos liquidarlos simplemente siendo más reales y humanos y no votando mierdas, pero qué listos son. ¿qué nos ofrecen? Humphrey o Nixon. como dije, mierda fría, mierda caliente, todo es mierda.
lo único que ha impedido que me asesinasen a mí es que soy mierda pequeñita, no tengo ninguna política. observo. no tengo bando, salvo el bando del espíritu humano, que, en fin, parece en el fondo muy superficial, cuento de charlatán, pero que significa sobre todo mi espíritu, que significa el tuyo también, porque si no estoy de veras vivo ¿cómo podré verte?.
sí amigo, me gustaría ver un buen par de zapatos en todo hombre que anda por la calle y ver que todos se consiguen una buena tía y que, además, pueden llenarse el buche de comida. dios, eché mi último polvo en 1966 y llevo meneándomela desde entonces. y, ay, no hay paja comparable al agujero de la maravilla.
son duros estos tiempos, hermano, y no sé exactamente qué decirte. soy blanco, pero he tenido que llegar a admitir (no confiéis demasiado en la capa de pintura) que los blancos son blandos y a mí tampoco me gusta la mierda blanda. pero he visto que muchos de vosotros, negros, sois capaces también de hacerme ir vomitando de Venice Este a Miami Beach. no tiene piel el Alma, el alma tiene sólo entrañas que quieren CANTAR, por fin, ¿es que no oís, hermanos? muy suave, ¿no oís, hermanos? una buena tía y un cadillac nuevo no resolverían nada. Popeye estará al quite, y tu próximo presidente será Nixon. Cristo se escurrió de la Cruz y ahora estamos clavados nosotros en esa cabrona, blancos y negros, negros y blancos, todos bien clavados.
nuestra elección casi no es elección. si vamos muy deprisa estamos listos. si no vamos deprisa estamos liquidados. éste no es nuestro juego. ¿cómo cagar con dos mil metros de corcho cristiano metidos por el culo?.
para aprender, no leas a Carlos Marx. es mierda ya muy seca. aprende, por favor, el espíritu. Marx es sólo tanques cruzando Praga. no te dejes cazar así, por favor. en primer lugar, lee a Céline. el mejor escritor en dos mil años. incluye, por supuesto, EL EXTRANJERO de Camus. CRIMEN Y CASTIGO. LOS HERMANOS. Kafka entero. todas las obras del escritor desconocido John Fante. los cuentos cortos de Turgueniev. evita a Faulkner, Shakespeare y sobre todo a George Bernand Shaw, la fantasía más pomposa de todos los TIEMPOS, una auténtica mierda con conexiones políticas y literarias de lo más increíble. el único más joven que se me ocurre con carretera pavimentada delante y beso en el culo si hace falta fue Hemingway, pero la diferencia entre Hemingway y Shaw es que Hem escribió algunas cosas buenas al principio y Shaw escribió siempre mierda.
en fin, aquí estamos mezclando Revolución y Literatura y las dos ajustan. ajusta todo de una manera u otra. pero ya me he cansado, lo dejo hasta mañana.
¿estará el Hombre esperando a mi puerta?
¿a quién le importa?
ojalá que con esto se te derrame el té."


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"¿es así como termina todo? ¿Muerte que entra por la nariz en Todas Partes? qué barato. qué plagio. qué brutal... una hamburguesa cruda que apesta olvidada en el horno.

vomitó por encima del pecho, demasiado enfermo para moverse.
nunca mezcles pastillas y whisky. no era ninguna broma, amigo.
podía sentir el alma flotar allí fuera desde abajo, desde su cuerpo. podía sentirla allí colgando como un gato, los pies clavados en los muelles.
¡vuelve cabrona! le dijo.
pero su alma soltó una carcajada. me has tratado demasiado mal durante demasiado tiempo, amigo. tienes lo que mereces.
eran más o menos las tres de la mañana.
en su caso, no era la muerte lo importante. en su caso, lo importante eran las partes sueltas y sin resolver que se dejaba: una niña de cuatro años en algún campamento hippy de Arizona. calzoncillos y calcetines tirados por el suelo. platos por el suelo. un coche sin pagar, facturas del gas, facturas de la luz, facturas del teléfono, y partes suyas abandonadas por casi todos los estados de la Unión. partes suyas dejadas en coños sin lavar de tantas putas. partes suyas dejadas en astas de banderas y salidas de incendios, en solares vacíos, en cursos para la comunión de la Iglesia Católica, en celdas carcelarias, barcos; partes suyas tiradas en vendas y tiritas por las alcantarillas. partes suyas dejadas en los despertadores que se tiran, en zapatos tirados, en mujeres tiradas, en amigos tirados...
era tan triste, tanto, tan tristísimo, ¿quién podía disipar la tristeza, dadas las circunstancias? no podía nadie, no. no había manera. nadie podía hacerlo ni nunca lo había hecho. sólo cabía intentarlo y ponerse más triste que la tristeza misma porque no había camino que te llevara a casa.
de nuevo vomitó, luego se quedó quieto. oía chillar los grillos. grillos en Hollywood. en el Bulevar Sunset. los saludables grillos: no tenía más que aquello.
todo acabó, Dios mío, se decía.
se acabó, hermano, sí, dijo su alma.
pero quiero ver otra vez a mi hijita, le dijo él a su alma.
¿tu hijita otra vez? ¡qué artista eres tú! ¡no eres un hombre! ¡eres blando!.
soy blando, contestó a su alma, tienes razón, soy blando, sí.
había agotado ya todas las curas. no servía la cerveza. ni el agua siquiera. ni pastillas, ni pico ni hasch ni yerba ni amor ni sonido (sólo grillos) ni siquiera esperanza (sólo grillos) ni siquiera una cerilla para prender fuego a aquel sitio de mierda.
entonces se puso peor.
empezó a sonar en su cabeza una y otra vez la misma melodía:
- harías mejor cuidando tu negocio, Mister Business. 
"mientras puedas aún..."
y eso era. la misma melodía una vez y otra y otra y otra:
-harías mejor cuidando tu negocio, Mister Business.
"mientras puedas aún..."
-harías mejor cuidando...
-harías mejor...
-harías...
con un esfuerzo extraído sólo de la locura de espacio (¿quién puede disipar la tristeza? no puede nadie). se incorporó y encendió la lamparita de arriba, que era por entonces sólo una bombilla, pues la pantalla se había roto hacía mucho (¿quién puede disipar la tristeza?) y cogió una postal sacada del buzón unos días antes,  y la postal decía:
"Querido: te felicitamos empapados en cerveza alemana y Schnapps, en cristal de colores, esperando..."
el texto se disolvía en el garrapateo torpe y zafio de los muchachos ricos que viven sin problemas y sin necesidad de un excesivo ingenio o de coraje.
decía algo de salir para Inglaterra al día siguiente. los poemas llegan lentamente. demasiada grasa, pocas visitas. demasiado tener colgando el mundo de la punta del pijo.
"te consideramos el mejor poeta desde Eliot."
luego la firma del profesor y la de su alumno favorito.
¿sólo desde Eliot? poca cosa era. él les había enseñado a aquellos cabrones a escribir poesía viva y transparente y ahora ellos se dedicaban a recorrer alegremente Europa mientras él se moría solo en una miserable habitación de Hollywood.
-harías mejor cuidando tu negocio, Mister Business.
"mientras puedas aún..."
tiró la postal aquella al suelo. no importaba. si pudiese al menos sentir una buena y reconfortante piedad de sí mismo, o sentir una cólera leve o cierto anhelo mierdoso de venganza, podría salvarse aún. pero lo tenía todo seco por dentro. estaba ya seco y era un imbécil y llevaba siéndolo ya mucho.
hacía unos dos años que los profesores habían empezado a llamar a la puerta, intentando descubrir el origen de aquello. y no había qué decirles: los profesores eran todos iguales. buena facha y más bien relajados de un modo femenino, largas piernas, grandes ojos de vista panorámica, y, en realidad, bastante tontos, por lo que sus visitas no le divertían nada. en el fondo, eran sólo los nobles cabezones de una estructura en cambio, que, como el tonto aquél de la confitería, se negaban a ver que ardían y se desmoronaban las paredes. su caramelo era la inteligencia.
el aferrarse al intelecto, el aferrarse al intelecto, el aferrarse...
-harías mejor cuidando tu negocio, Mister Business.
"mientras puedas aún..."
y Dios, sí, él era blando. los poemas eran todos muy duros; había jugado al duro siempre, pero era un blando. en realidad todo el mundo era blando...el duro estaba allí sólo para cubrir al blando. qué trampa ridícula y estúpida.
sintió necesidad de salir de la cama. le costó. vomitó por todo el pasillo. las arcadas sacaron pulpa verdeamarilla y algo de sangre. sintió calor primero, después escalofríos; nuevos escalofríos, luego calor. las piernas como patas gomosas de elefante. flup. flup. flup... y mira (hizo un guiño a alguien que estaba en algún sitio): el quejumbroso y aterrado Ojo de Confucio sobre su último trago.
disipa la tristeza.
entró en la habitación exterior pensando....
es una suerte tener esta habitación exterior, incluso ahora...
-eh, Mister Business.
probó sentarse en una silla, falló, cayó de rabadilla al suelo, se echó a reír, luego miró el teléfono.
así es como termina el Solitario: muriendo solo. agonizando solo.
un Solitario debe prepararse antes.
todos esos poemas de nada servirán. esas mujeres que jodí, de nada servirán. y las que no jodí, desde luego, de nada servirán. necesito que alguien disipe esta tristeza. que alguien diga comprendo, amigo, ahora asúmelo y muere. 
miró al teléfono, y pensó y pensó y penso, pensaba a quién podría llamar capaz de disiparle la tristeza, de decir simplemente lo justo, y recorrió los pocos conocidos de los muchos millones que existían...los recorrió uno a uno, los pocos conocidos, muy consciente además de haberse adelantado, no era la hora adecuada para morir, no era correcto, y todos pensarían que estaba haciendo el tonto o que estaba fingiendo o llorándola o loco, y no podría odiarles por hacerlo, no podría reprochárselo: todos estaban encerrados, masturbados, troceados, y cada uno en su propia celdita, eh, Mister Business...
¡hijo de la gran puta!
quien hubiese inventado aquel juego había conseguido una perfecta obra maestra. llámale Dios.  se merecía un tiro entre los ojos. pero nunca asomaba la cara para que no pudieses apuntarle. el Tiempo de los Asesinos había olvidado al Mayor de Todos. en otros tiempos casi enganchan al Hijo. pero él se escabulló y aún tenemos que seguir tambaleándonos sobre un resbaladizo suelo de baldosas. el Espíritu Santo nunca se presentó; estaba meneándosela. el más listo de todos.
con que pudiese hablar con mi hijita por teléfono, moriría feliz, pensó.
su alma salió del dormitorio con una lata de cerveza, una lata vacía.
-ay, eres un blandengue, blandengue, blandengue. ¡jódete! tu hijita está en un campamento hippy mientras su madre anda tocándoles los huevos a los tontos. ¡acéptalo, Solitario cagaina!
-...¡necesitas amor, necesitas amor, y al final te alcanzará el amor, amigo mío!
¿me alcanzará al Final? Muerte Grande y Severa, sí.
se echó a reír. luego paró. volvió a arrojar. más sangre ahora. sangre más que nada.
se olvidó del teléfono. volvió al sofá.-...necesitas amor, necesitas amor...bueno, pues menos mal, pensó, cambiaron ya de disco. la agonía no llegaba tan fácil como él había pensado. sangre, sangre por todas partes, las persianas bajadas. la gente preparándose para ir a trabajar. de pronto, al darse la vuelta, le pareció ver en la estantería todos sus libros de poemas y se dio cuenta entonces, entonces se dio cuenta, de que había fracasado, ni siquiera hasta Eliot, ni siquiera hasta ayer por la mañana, se disiparía, era sólo un mono más que caía del árbol a la boca del tigre, y resultaba triste un momento, pero sólo un momento.
daba igual, daba igual disipar la tristeza. Satchmo, vete a casa. Shostakovitch, que estás en tu Quinta, olvídalo. Peter III. Cobarde, porque te casaste con una soprano chiflada con patas de gallo, y lesbiana, cuando ni siquiera eras un hombre, olvídalo. a todos nos ha tentado el juego y todos fracasamos como mamones, y como artistas, y como pintores, y como médicos y como chulos, y como boinas verdes, y como lavaplatos, y como dentistas, y como trapecistas y como recolectores de peras. cada hombre está clavado en su cruz especial. disipa la tristeza.
-necesitas amor, necesitas amor...luego se levantó y subió las persianas. las malditas persianas, podridas todas. se desmoronaron al tocarlas, se deshicieron, lanzaron un chorro perruno de sonido y cayeron al suelo.
y el maldito sol estaba podrido. traía las mismas flores viejas, las mismas chicas viejas de todas partes.
miró a la gente que se iba a trabajar. no aprendió más de lo que siempre había sabido.
la inseguridad del saber era lo mismo que la seguridad del no saber.
ninguna era mejor, nada valían.
se estiró en el sofá del casero. su sofá, de momento.
y después de tanto follón, no pasó nada.
murió."


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"el sastrecillo estaba muy contento. sentado allí, cosiendo. fue cuando la mujer llegó allí a la puerta y llamó al timbre cuando se inquietó. "crema agria, tengo crema agria para vender", dijo ella. "lárgate, apestas", dijo él, "¡no quiero tu crema de mierda!" "¡eeeh!", dijo ella, "¡aquí huele a demonios! ¿por qué no saca la basura?" y se marchó corriendo. y entonces el sastre recordó aquellos tres cadáveres. uno estaba en la cocina, tumbado allí en el suelo, frente al fogón. otro estaba de pie, colgado por el cuello en el armario, rígido, de pie allí. y el otro en la bañera, sentado, tieso, bueno, no exactamente tieso, porque podía verse la cabeza justo asomando por el borde. estaban empezando a aparecer las moscas y eso no le gustaba. las moscas parecían muy contentas con aquellos cadáveres, se emborrachaban con aquellos cadáveres, y si las espantaba se enfadaban muchísimo. nunca había oído zumbar a las moscas con tanta rabia. le atacaban, le picaban incluso, y, en fin, las dejó en paz.
se sentó otra vez a coser y volvió a sonar el timbre. parece que no me van a dejar coser, pensó.
era Harry, su compadre.
-hola, Harry.
-hola, Jack.
Harry entró.
-¿qué peste es ésta?
-cadáveres.
-¿cadáveres? ¿bromeas?
-no, echa un vistazo.
Harry los encontró con la nariz. encontró el de la cocina, luego el del armario, luego el de la bañera.
-¿por qué los mataste? ¿te volviste loco? ¿qué vas a hacer? ¿por qué no ocultas los cuerpos, te libras de ellos? ¿estás loco? ¿por qué los mataste? ¿por qué no llamas a la policía? ¿has perdido el juicio? ¡dios mío, qué PESTE! ¡oye, amigo, no te me ACERQUES! ¿qué vas a hacer? ¿qué va a pasar ahora? ¡ARRG! ¡QUÉ PESTE! ¡ME VOY A PONER MALO!
Jack seguía cosiendo. él cosía y cosía y cosía. como si intentase ocultar algo.
-Jack, voy a llamar a la policía.
Harry fue hacia el teléfono pero se sintió mal. entró en el baño y vomitó en el cagadero con la cabeza del cadáver de la bañera asomando en el borde.
salió, cogió el teléfono, descubrió que quitando el micrófono podía meter el pene en aquel chisme. metió y sacó y estaba bien. muy bien. pronto completó el acto, colgó el teléfono, subió la cremallera, se sentó frente a Jack.
-Jack, ¿estás loco?
-Becky dice que ella cree que estoy loco. me amenaza con encerrarme.
Becky era la hija de Jack.
-¿sabe lo de esos cadáveres?
-todavía no. anda de viaje, por Nueva York. es jefa de sección de uno de esos grandes almacenes. se consiguió un buen puesto. estoy orgulloso de esa chica.
-¿lo sabe María?
María era la mujer de Jack.
-María no lo sabe. ya no aparece por aquí. desde que consiguió el trabajo de la panadería se cree que es alguien. vive con otra. a veces pienso que se ha vuelto lesbiana.
-bueno, mira, yo no puedo llamar a la policía por tí. eres amigo mío. tendrás que arreglar esto solo. pero, ¿te importa decirme por qué los mataste?
-no me gustaban.
-pero no puedes andar por ahí matando a la gente que no te gusta.
-es que no me gustaban nada.
-¿Jack?
-¿eh?
-¿quieres usar el teléfono?
-si no te importa.
-el teléfono es tuyo, Jack.
Jack se levantó y se bajó la cremallera. metió el pene en el teléfono. metió y sacó y estaba bien. completó el acto. subió la cremallera. se sentó y empezó a coser otra vez. luego sonó el teléfono. volvió al teléfono.
-¡ah, hola, Becky! ¡cuánto me alegra que llamaras! estoy perfectamente. ah sí, es que le sacamos una pieza al teléfono, es por eso. Harry y yo. es que está aquí Harry ahora. ¿Harry es qué? ¿de veras piensas eso? yo creo que es buen chico. nada. sólo cosiendo. Harry está sentado aquí conmigo. una tarde algo oscura. realmente sombría si te fijas. no hay nada de sol. pasa gente por la ventana, unas caras tan feas. sí, estoy perfectamente. me siento muy bien. no, aún no. pero tengo una langosta congelada en la nevera. me gusta mucho la langosta. no, no la he visto. ahora se cree muy importante. sí, se lo diré. no te preocupes. adiós, Becky.
Jack colgó y volvió a sentarse, se puso a coser otra vez.
-sabes -dijo Harry- eso me recuerda cuando yo era joven...¡estas malditas moscas! ¡yo no estoy MUERTO!...pues sí, de joven trabajé en esto, sí, yo y aquel otro chico. lavábamos cadáveres. de vez en cuando, caía alguna mujer que estaba buena. y entré un día y allí estaba Mickey, el otro muchacho, encima de una. "¡Mickey!" le dije, "¿qué estás HACIENDO? ¡NO TE DA VERGÜENZA!" pero él me miró de reojo y siguió dándole. cuando bajó, me dijo, "Harry, me he tirado por lo menos a una docena. ¡es cojonudo! ¡prueba! ¡verás!" "¡oh, no!", le dije, una vez que estaba lavando a una que estaba realmente buena, anduve metiéndole el dedo. pero nunca pude pasar de eso.
Jack seguía cosiendo.
-¿crees que tú habrías probado con una, Jack?
-¡demonios yo que sé, cómo voy a saberlo!
siguió cosiendo. luego dijo:
-oye, Harry, he tenido una semana muy dura. quiero comer algo y dormir un poco. tengo una langosta. pero ya sabes lo raro que soy. me gusta comer solo. no me gusta comer delante de la gente. así que....
-¿qué? ¿ya quieres que me vaya? te veo un poco raro. bueno, está bien, me voy.
Harry se levantó.
-no marches enfadado, Harry. seguimos siendo amigos. dejemos así las cosas. llevamos mucho tiempo de amistad.
-claro, desde el treinta y tres. ¡qué tiempos aquellos! Roosevelt. la RNA. la WPA. pero lo conseguimos. estos chavales de ahora no saben nada.
-desde luego que no.
-bueno, hasta luego, Jack.
-adiós, Harry.
Jack acompañó a Harry hasta la puerta, abrió la puerta, le vio marchar. los mismos viejos pantalones andrajosos. siempre vestía como un pordiosero.
luego Jack entró en la cocina, sacó la langosta del congelador, leyó las instrucciones. siempre aquellas jodidas instrucciones. luego vio aquel cadáver que había junto al fogón. tenía que quitarlo. la sangre se había secado debajo hacía ya mucho. la sangre hacía ya mucho que se había endurecido en el suelo. el sol salió pr fin de detrás de una nube y era el final ya de la tarde, casi el oscurecer y el cielo se hizo rosa y parte de aquel rosa entró por la ventana. casi podía vérsele entrar, muy poco a poco, como la gigantesca antena de un caracol. el cadáver estaba bocabajo, la cara vuelta hacia el fogón con el brazo izquierdo doblado debajo del cuerpo. la mano abierta y vuelta hacia arriba justo apuntando hacia el costado izquierdo. la antena rosada del caracol iluminó la mano, volvió la mano rosa. Jack se fijó en la mano, tan rosa, qué aire tan inocente. sólo una mano, una mano rosa entregada a sí misma. como una flor. por un momento, Jack pensó que se había movido. no, no se había movido. era una mano rosa, sólo una mano, una mano inocente. Jack estuvo allí un rato, de pie, mirando aquella mano. luego se sentó con la langosta. miró la mano. luego empezó a llorar. dejó la langosta y apoyó la cabeza entre los brazos, allí en la mesa, y se puso a llorar. lloró un buen rato. lloró como una mujer. lloró como un niño. lloró como suele llorarse, luego se fue a la otra habitación, cogió el teléfono.
-telefonista, la comisaría de policía. sí, ya sé que suena raro. le falta una pieza. póngame con la comisaría. sí, por favor.
luego esperó.
-¿sí? bueno, escuche, yo maté a un hombre. ¡tres hombres! ¡en serio, sí! en serio. quiero que vengan a cogerme. y traigan una furgoneta para los cadáveres. estoy loco. he perdido el juicio. no sé cómo pasó. ¿qué?
Jack dio la dirección.
-¿qué? eso es porque falta la pieza del micrófono. fui yo. jodí el teléfono.
el hombre seguía hablando, pero Jack le colgó.
y volvió a la cocina, se sentó a aquella mesa y volvió a apoyar la cabeza en los brazos. ya no lloraba. sólo era estar sentado allí con aquel sol, que no era rosa ya; y se fue el sol y estaba oscureciendo, y entonces pensó en Becky, luego pensó en matarse y luego ya no pensó en nada. la langosta sudafricana estaba allí junto a su codo izquierdo, empaquetada. nunca llegó a comerla."