sábado, 25 de enero de 2014

FRAGMENTOS DE "LA ESPUMA DE LOS DÍAS" DE BORIS VIAN

LA ESPUMA DE LOS DÍAS DE BORIS VIAN.





Bebieron los dos. El resplandor quedaba adherido a sus labios. Colin volvió a encender las luces. Parecía dudar si quedarse de pie.
-Una vez al año no hace daño -dijo-. Creo que podríamos terminarnos la botella.
-¿Y si cortáramos la tarta? -dijo Chick.
Colin cogió un cuchillo de plata y se puso a trazar una espiral sobre la blancura pulida de la tarta. De repente, se detuvo y miró su obra con sorpresa.
Voy a probar una cosa -dijo.
Tomó un hoja de acebo del ramo de la mesa y, con una mano, asió la tarta. Haciéndola girar rápidamente sobre la punta del dedo, colocó, con la otra mano, una de las puntas del acabo en la espiral.
-¡Escucha!...-dijo.
Chick escuchó. Era la canción de Chloé en la versión arreglada de Duke Ellington.
Chick miró a Colin. Estaba tremendamente pálido. Chick le quitó el cuchillo de la mano y lo hincó con ademán firme en la tarta. La cortó en dos y, dentro de la tarta, vieron que había un nuevo artículo de Partre para Chick y una cita con Chloé para Colin.

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-Has sido muy amable viniendo, Alise -dijo Colin-. Sin embargo, vas a ser la única chica.
-No importa  -dijo Alise-. Chick está de acuerdo.
Chick asintió. Pero en realidad la voz de Alise no acababa de ser alegre.
-Chloé no está en París -dijo Colin-. Se ha marchado a pasar tres semanas en casa de unos parientes en el sur.
-Debes de sufrir mucho -dijo Chick.
-¡En mi vida he sido más feliz!- dijo Colin-. Quería anunciaros que nos hemos prometido...
-Te felicito -dijo Chick. Evitaba mirar a Alise.
-¿Y con vosotros qué pasa? -preguntó Colin-. La cosa no parece marchar demasiado.
-No pasa nada -dijo Alise-. Lo que sucede es que Chick es tonto.
-No, mujer, no -dijo Chick-. No le hagas caso, Colin... No pasa nada.
-Estáis diciendo lo mismo y sin embargo no estáis de acuerdo -dijo Colin-; por lo tanto, uno de los dos miente, o los dos. Venid, vamos a cenar en seguida.
Pasaron al comedor.
-Siéntate, Alise -dijo Colin-. Ponte a mi lado, me vas a contar qué sucede.
-Chick es tonto -dijo Alise-. Dice que no tiene sentido seguir conmigo porque no tiene dinero para darme una buena vida y se avergüenza de no casarse conmigo.
-Soy un cerdo -dijo Chick.
-No sé en absoluto qué deciros -dijo Colin.
Él se sentía tan feliz que le daba muchísima pena.
-No es el dinero lo que más importa -dijo Chick-. Lo que pasa es que los padres de Alise no tolerarán que me case con ella, y tendrán razón. Hay una historia parecida en un libro de Partre.
-Es un libro estupendo -dijo Alise-. ¿Lo has leído, Colin?.
-Hay que ver cómo sois -dijo Colin-. Estoy seguro de que os gastáis todo vuestro dinero en esos libros.
Chick y Alise agacharon la cabeza.
-La culpa es mía - dijo Chick-. Alise ya no se gasta nada en Partre. No se ocupa ya casi nada de él desde que vive conmigo.
Su voz encerraba un cierto reproche.
-Tú me gustas más que Partre -dijo Alise. Estaba a punto de llorar.
-Eres muy buena -dijo Chick-. Yo no te merezco. Pero mi vicio es coleccionar a Partre y, por desgracia, un ingeniero no puede permitirse tenerlo todo.
-Lo siento mucho -dijo Colin-. A mí lo que me gustaría es que os fuera todo bien. ¿Por qué no desdobláis las servilletas?
Debajo de la de Chick había un ejemplar encuadernado en semimofeta de El vómito y debajo de la de Alise una gran sortija de oro en forma de naúsea.
-¡Oh!... -dijo Alise.
Rodeó con sus brazos el cuello de Colin y le besó.
-Eres un tipo estupendo -dijo Chick-. No sé cómo darte las gracias; además, sabes muy bien que no puedo hacerlo como querría.
Colin se sintió reconfortado. Y Alise estaba verdaderamente bella aquella noche.
-¿Qué perfume llevas? -dijo-. Chloé se pone esencia de orquídea bidestilada.
-Yo no me pongo perfume -dijo Alise.
-Es su olor natural -añadió Chick.
-¡Es fabuloso!... -dijo Colin-. Hueles a bosque, con un arroyo y conejitos.
-¡Háblanos de Chloé!... -dijo Alise halagada.
Nicolás traía los entremeses.
-Hola, Nicolás -dijo Alise-. ¿Cómo te va?
-Bien -dijo Nicolás.
Dejó la bandeja sobre la mesa.
-¿No me das un beso? -dijo Alise.
-No tenga reparos, Nicolás -dijo Colin-. Incluso sería un gran placer que cenara con nosotros...
-¡Sí, sí!...-dijo Alise-.Cena con nosotros.
-El señor me confunde con su amabilidad, pero no puedo sentarme a su mesa vestido así...
-Escuche, Nicolás. Vaya a cambiarse si quiere, pero le doy la orden de cenar con nosotros.
-Le doy las gracias al señor -dijo Nicolás-. Voy a cambiarme.
Dejó la bandeja sobre la  mesa y salió.
-Bueno -dijo Alise-. Y de Chloé ¿qué hay?
-Servíos. No sé lo que es, pero debe ser algo bueno.
-¡Nos haces sufrir esperando!...-dijo Chick.
-Me voy a casar con Chloé dentro de un mes -dijo Colin-. Y me gustaría tanto que fuera mañana...
-¡Oh! -dijo Alise-, qué suerte tienes.
Colin sentía vergüenza de tener tanto dinero.
-Escucha, Chick -dijo-, ¿quieres que te dé dinero?
Alise miró a Colin con ternura. Colin era tan buen chico que se veía como sus pensamientos azules y malva se agitaban en las venas de sus manos.
-No creo que eso sea la solución -dijo Chick.
-Podrías casarte con Alise -dijo Colin.
-Sus padres no quieren -respondió Chick- y yo no consiento que se enfade con ellos. Alise es demasiado joven...
-No soy tan joven -dijo Alise irguiéndose en la banqueta acolchada para hacer valer su pecho provocativo.
-¡Pero no es eso lo que Chick quiere decir!... -interrumpió Colin-. Mira, Chick, yo tengo cien mil doblezones. Te daré la cuarta parte y podrás vivir tranquilamente. Tú sigues trabajando y así todo marchará.
-Nunca podré agradecértelo lo suficiente -dijo Chick.
-No me lo agradezcas -dijo Colin-. A mí lo que me interesa no es la felicidad de todos los hombres, sino la de cada uno de ellos.
Llamaron a la puerta.
-Voy a abrir -dijo Alise-. Soy la más joven. Vosotros mismos me lo reprocháis...
Se levantó y sus pies frotaron con paso menudo la blanda alfombra.
Era Nicolás, que había bajado por la escalera de servicio. Volvía ahora vestido con un gabán de espeso tejido de algodón, con dibujo de espiga beige y verde  y tocado con un sombrero americano de fieltro extraplano. Llevaba guantes de piel de cerdo despojado, zapatos de sólido gavial y, cuando se quitó el abrigo, apareció en todo su esplendor; chaqueta de terciopelo marrón con cordoncillos de marfil y pantalones color azul petróleo con bajos de cinco dedos de ancho más el pulgar.
-¡Oh! -dijo Alise-. ¡Qué elegante estás!...
-¿Qué tal estás, sobrinita mía? ¿Sigues tan bonita?...
Le acarició el pecho y las caderas.
-Ven a sentarte -dijo Alise.
-Hola, amigos -dijo Nicolás al entrar.
-¡Por fin! -dijo Colin-. ¡Ya se ha decidido a hablar normalmente!...
-¡Por supuesto! -dijo Nicolás-. También sé hacerlo. Pero, decidme -prosiguió-, ¿y si nos tuteáramos los cuatro?
-De acuerdo -dijo Colin-. Siéntate.
Nicolás se sentó frente a Chick.
-Toma entremeses -dijo este último.
-Muchachos -dijo Colin-, ¿queréis ser mis padrinos?
-Por supuesto -dijo Nicolás-. Pero no se nos emparejará con mujeres horribles, ¿eh? Es una jugarreta clásica y bien conocida...
-Pienso pedir a Alise y a Isis que sean las damas de honor -dijo Colin-, y a los hermanos Desmaret que sean los pederestas de honor.
-¡Hecho! -dijo Chick.
-Alise -dijo Nicolás-, ve a la cocina y tráete la bandeja que está en el horno. Ya debe estar listo.
Alisé obedeció las instrucciones de Nicolás y trajo la bandeja de plata maciza. Cuando Chick levantó la tapa, vieron dentro dos figuritas esculpidas en foie gras que representaban a Colin de chaqué y a Chloé con traje de novia. Alrededor podía leerse la fecha de la boda y, firmado en una esquina, "Nicolás".

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Colin iba corriendo por la calle.
-Va a ser una boda muy bonita....Es mañana, mañana por la mañana. Estarán todos mis amigos...
La calle conducía a Chloé.
-Chloé, tus labios son tan dulces. Tienes la tez de fruta. Tus ojos ven como es debido y tu cuerpo hace correr calor por el mío...
Por la calle corrían canicas de cristal y, detrás de ellas, niños.
-Harán falta meses y meses para que me sacie de darte besos. Harán falta meses y meses para agotar los besos que quiero darte, en las manos, en el pelo, en los ojos, en el cuello...
Tres chiquillas cantaban una canción de corro redonda y la bailaban en triángulo.
-Chloé, querría sentir tus senos sobre mi pecho, mis dos manos cruzadas sobre ti, y tus brazos alrededor de mi cuello, tu cabeza perfumada en el hueco de mi hombro, y tu piel palpitante, y el olor que se desprende de ti...
El cielo estaba claro y azul, el frío era todavía intenso, pero se le sentía ceder. Los árboles, negros del todo, ostentaban, en el extremo de sus ramas marchitas, retoños verdes y henchidos.
-Cuando estás lejos de mí, te veo con ese vestido de botones de plata, pero ¿cuándo lo llevabas puesto? No, no fue la primera vez. Fue el día de la primera cita, bajo tu abrigo pesado y dulce lo llevabas ceñido al cuerpo.

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En un rincón, por debajo de un ramo, aparecía el coco de un camarógrafo que daba vueltas desesperadamente a su manivela.
Colin posó unos instantes junto a Chloé, y después lo hicieron Chick, Alise e Isis. Luego se juntaron y siguieron a Chloé, que entró la primera en el ascensor. Los cables de éste se alargaron tanto bajo el peso de su carga que no hubo necesidad de apretar el botón, pero tuvieron buen cuidado de salir todos de golpe para no volver a subir con el ascensor.
El chófer abrió la puerta. Montaron detrás las tres jóvenes y Colin, y Chick lo hizo delante y el coche arrancó. En la calle, todo el mundo se volvía y agitaba los brazos con entusiasmo, creyendo que se trataba del Presidente, y después volvía a emprender su camino con la cabeza llena de brillos y dorados.
La iglesia no quedaba muy lejos. El coche describió una elegante curva cardioide y se detuvo al pie de los escalones.
En la escalinata, entre dos grandes columnas esculpidas, el Religioso, el Monapillo y el Vertiguero aguardaban la ceremonia. Tras ellos, largos cortinajes de seda blanca descendían hasta el suelo y los catorce Niños de la Fe ejecutaban un ballet. Iban vestidos con blusas blancas, pantalones rojos y zapatos blancos también. Las niñas, en lugar de pantalones, llevaban falditas rojas plisadas y lucían una pluma roja en los cabellos. El Religioso estaba a cargo del bombo, el Monapillo tocaba el pífano y el Vertiguero marcaba el ritmo con unas maracas. Cantaban los tres el estribillo a coro; después, el Vertiguero esbozó unos pasos de claqué, cogió el contrabajo y ejecutó un solo sensacional al arco sobre una música de circunstancias.
Los setenta y tres músicos tocaban ya en su galería y tañían a vuelo las campanas.
Hubo un breve acorde disonante, porque el director de la orquesta, habiéndose acercado demasiado a la baranda, acababa de caer al vacío y el vicedirector tuvo que asumir la dirección del conjunto. En el momento en que el jefe de la orquesta se estrelló contra las losas, los músicos tocaron otro acorde para disimular el ruido de la caída pero la iglesia tembló sobre sus cimientos.
Colin y Chloé miraban, boquiabiertos la exhibición del Religioso, el Monapillo y el Vertiguero; detrás, dos subvertigueros esperaban, a la puerta de la iglesia, el momento de presentar la vértiga.
El Religioso marcó un último redoble haciendo malabarismos con los palillos, el Monapillo arrancó de su pífano un maullido sobreagudo que despertó la devoción de la mitad de los beatos que se habían alineado a lo largo de la escalinata para ver a la novia, y el Vertiguero en un último acorde, rompió las cuerdas de su contrabajo. Los catorce Niños de la Fe descendieron entonces la escalinata en fila india; las niñas se alinearon a la derecha y los niños a la izquierda de la puerta del coche.
De él salió Chloé. Estaba bellísima y radiante con su traje blanco. Alise e Isis la siguieron. Nicolás, que acababa de llegar, se unió al grupo. Colin tomó del brazo a Chloé, Nicolás a Isis y Chick a Alise, y todos subieron la escalinata, seguidos de los hermanos Desmaret, Coriolano a la derecha y Pegaso a la izquierda, mientras que los Niños de la Fe iban por parejas muy pulcramente a lo largo de la escalera. El Religioso, el Monapillo y el Vertiguero, después de haber dejado sus instrumentos, esperaban bailando al corro.
En la escalinata, Colin y sus amigos ejecutaron un complicado movimiento y acabaron colocados tal como habían de entrar en la iglesia: Colin con Alise, Nicolás al brazo de Chloé, después Chick con Isis y, finalmente, los hermanos Desmaret, pero esta vez Pegaso a la derecha y Coriolano a la izquierda. El Religioso y sus satélites dejaron de dar vueltas, ocuparon la cabeza del cortejo y todos, cantando un viejo coro gregoriano, se precipitaron hacia la puerta. A medida que pasaban los subvertigueros les rompían en la cabeza globitos de cristal muy delgado llenos de agua lustral y les hincaban en los cabellos bastoncillos de incienso encendidos que ardían con llama amarilla en los hombres y violeta en las mujeres.
Las vagonetas estaban alineadas a la entrada de la iglesia.
Colin y Alise se instalaron en la primera y partieron enseguida. Cayeron por un corredor oscuro que olía a religión. La vagoneta corría por los raíles con un ruido de trueno, mientras la música resonaba con gran fuerza. Al final del corredor, la vagoneta embistió una puerta, giró en ángulo recto y apareció el Santo rodeado de luz verde. Hacía horribles gestos y Alise se apretó contra Colin. Telas de araña les rozaban la cara y volvían a su memoria fragmentos de oraciones. La segunda visión fue la de la Virgen, y a la tercera, frente a Dios, que tenía un ojo a la funerala y no parecía nada contento, Colin recordaba ya toda la plegaria y pudo decírsela a Alise.
La vagoneta desembocó con un ruido ensordecedor bajo la bóveda del tramo lateral y se detuvo. Colin descendió, dejó que Alise se colocara en su sitio y esperó a Chloé, que surgió enseguida.
Miraron la nave de la iglesia. Estaba repleta de gente. Todos los que los conocían estaban allí, escuchando música y gozando de tan bonita ceremonia.
El Vertiguero y el Monapillo, haciendo cabriolas dentro de sus bellos hábitos, aparecieron precediendo al Religioso, quien, a su vez, guiaba al señor Zobispo. Se levantó todo el mundo y el señor Zobispo se sentó en un gran sillón de terciopelo. El ruido de las sillas sobre las losas era sumamente armonioso.
La música cesó repentinamente. El Religioso se arrodilló ante el altar, golpeó el suelo tres veces con la frente y el Monapillo se dirigió hacia Colin y Chloé para conducirlos a su sitio, mientras que el Vertiguero se encargaba de alinear a los Niños de la Fe a ambos lados del altar. Reinaba ahora un profundísimo silencio en la iglesia y la gente contenía el aliento.
Por todas partes, grandes luces lanzaban haces de rayos hacia objetos dorados que los hacían brillar en todas direcciones y las muchas franjas amarillas y violeta de la iglesia daban a la nave el aspecto del abdomen de una gran avispa tumbada, vista desde el interior.
Desde muy arriba, los músicos acometieron un coro difuso. Las nubes penetraban. Traían olor a cilantro y a hierbas de las montañas. Hacía calor dentro de la iglesia y se tenía la sensación de estar envuelto dentro de una atmósfera benigna y guateada.
Arrodillados ante el altar, en dos reclinatorios recubiertos de terciopelo blanco, Colin y Chloé, cogidos de la mano, esperaban. Delante de ellos, el Religioso hojeaba con rapidez un libro grande, porque no se acordaba ya de las fórmulas.
De vez en cuando se volvía a echar una miradita a Chloé, cuyo traje le gustaba mucho. Finalmente dejó de hojear el libro, se incorporó e hizo un signo con la mano al director de la orquesta, que atacó la obertura.
El Religioso tomó aliento y comenzó a cantar el ceremonial, respaldado por un fondo de once trompetas con sordina que tocaban al unísono. El señor Zobispo dormitaba dulcemente, con la mano sobre el báculo. Sabía que le despertarían cuando le tocara cantar a él.
La obertura y el ceremonial estaban escritos sobre temas clásicos de blues. Para el Compromiso, Colin había pedido que se tocara el arreglo de Duke Ellington de una vieja melodía muy conocida, Chloé.
Delante de Colin, colgado de la pared, se veía a Jesús sobre una gran cruz verde. Parecía feliz de haber sido invitado y lo miraba todo con interés. Colin tenía la mano de Chloé en la suya y sonreía vagamente a Jesús. Se sentía ligeramente fatigado. La ceremonia le salía muy cara, cinco mil doblezones, y estaba contento de que resultara un éxito.
Todo alrededor del altar tenía flores. Le gustaba la música que estaban tocando en ese momento. Vio al Religioso delante de sí y reconoció su aspecto. Entonces, cerró suavemente los ojos, se inclinó un poco hacia delante y dijo: "Sí".
Chloé dijo "Sí" también y el Religioso les estrechó vigorosamente la mano. La orquesta arremetió con mayor fuerza y el señor Zobispo se levantó para la Plática. El Vertiguero se deslizó entre dos filas de personas y le dio un buen bastonazo en los dedos a Chick, que acababa de abrir su libro en lugar de escuchar.

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-¿Te sientes mal? -dijo Alise-. ¡Pobrecita!
Se inclinó y acarició a Chloé en la mejilla.
-Sí -gimió Chloé-. Tengo tanta sed...
-Te comprendo -dijo Alise-. Si te doy un beso, ¿tendrás menos sed?
-Sí -dijo Chloé.
Alise se inclinó sobre ella.
-¡Oh! -suspiró Chloé-. ¡Qué labios más frescos tienes...!
Alise sonrió. Sus ojos estaban húmedos.
-¿A dónde te marchas? -preguntó.
-No lejos -dijo Chloé-. A la montaña.
Se volvió sobre el lado izquierdo.
-¿Quieres mucho a Chick?
-Sí -dijo Alise-. Pero él quiere más a sus libros.
-No sé -dijo Chloé-. Quizá sea cierto. Si no me hubiera casado con Colin, me gustaría tanto que fueras tú quien viviese con él...
Alise la besó otra vez.
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Chick salió de la tienda. No había nada en ella de interés para él. Caminaba mirándose los pies calzados de cuero marrón rojizo y se asombró al comprobar que un pie trataba de tirar de él hacia un lado y el otro en la dirección opuesta. Reflexionó algunos instantes, trazó mentalmente la bisectriz del ángulo y se lanzó a lo largo de esta línea. Por poco no le atropelló un gran taxi obeso y tan sólo debió su salvación a un grácil salto que le hizo aterrizar encima de los pies de un viandante, que soltó un taco e ingresó en el hospital para que le curaran.
Chick reanudó su camino, todo derecho. En la calle Jimmy Noone había una librería cuya muestra estaba pintada a imitación del Mahogany Hall de Lulu White. Empujó la puerta, ésta le devolvió brutalmente el empujón y entonces, sin insistir, entró por el escaparate.
El librero estaba fumando el calumet de la paz sentado sobre las obras completas de Jules Romains, quien las concibió especialmente para este fin. Tenía un calumet de la paz muy bonito, de tierra de brezo, que llenaba con hojas de olivo.
Junto a él había una palangana para recibir sus vómitos y una toalla húmeda para refrescarse las sienes, así como un frasco de alcohol de menta Ricqles para reforzar el efecto del calumet. Elevó hacia Chick una mirada descarnada y maloliente.
-¿Qué desea? -preguntó.
-Sólo quería ver los libros que tiene...-respondió Chick.
-Pase usted y vea -dijo el hombre, y se inclinó sobre la palangana, pero era una falsa alarma.
Chick avanzó hacia el fondo de la tienda. Reinaba allí un ambiente propicio al descubrimiento. Algunos insectos crujieron bajo sus pies. Olía allí a cuero viejo y al humo de las hojas de olivo, que es un olor más bien abominable.
Los libros estaban clasificados por orden alfabético, pero el comerciante no sabía bien el abecedario, de modo que Chick encontró el rincón de Partre entre la B y la T. Se armó de su lupa y se puso a examinar las encuadernaciones. Poco tardó en detectar, en un ejemplar de El seltz y la nata, el célebre estudio crítico sobre las posibilidades de combinación del seltz con este derivado lácteo, una interesante huella digital. Febrilmente, sacó de su bolsillo una cajita que contenía, además de un pincel de cerdas suaves, polvos dactilares y un ejemplar del Manual del detective modelo, escrito por el canónigo Vouille. Operó cuidadosamente, comparó la huella con una ficha que sacó de su cartera y quedó en suspenso, anhelante. Era la huella del índice izquierdo de Partre, que hasta entonces nadie había podido encontrar más que en sus pipas viejas.
Apretando el precioso hallazgo contra su corazón, se dirigió hacia el librero.
-¿Cuánto vale éste?
El librero miró el libro y rió sarcásticamente.
-¡Ajajá! ¡Así que lo ha encontrado usted!...
-¿Qué tiene de extraordinario? -preguntó Chick, fingiendo asombro.
-¡Venga! -dijo el librero desternillándose de risa y dejando la pipa, que cayó en la palangana y se apagó.
Soltó un taco de los gordos y se frotó las manos, contento de no tener que chupar más esa infame porquería.
-Se lo pregunto de verdad...-insistió Chick.
Su corazón empezaba a flaquear y golpeaba fuerte e irregularmente en sus costillas, de una manera salvaje.
-¡Oh, oh, oh!...-dijo el librero, que se revolcaba por el suelo ahogándose de la risa-. ¡Usted es un guasón!...
-Escuche -dijo Chick, turbado-, explíquese, por favor...
-Cuando pienso -dijo el librero- que para conseguir esa huella tuve que ofrecerle varias veces mi calumet de la paz y aprender prestidigitación para darle el cambiazo, en el último momento, por otro libro...
-Admitámoslo -dijo Chick-. Puesto que usted lo sabe, ¿cuánto vale?
-No es caro -dijo el librero-, pero tengo cosas mejores. Espéreme un momento.
Se levantó, desapareció detrás de un medio tabique que dividía la tienda en dos, rebuscó algo y volvió enseguida.
-Mire -dijo lanzando un pantalón sobre el mostrador.
-¿Qué es ésto? -murmuró Chick con ansiedad.
Una deliciosa excitación se apoderaba de él.
-¡Unos pantalones de Partre! -proclamó orgullosamente el librero.
-¿Cómo se las ha arreglado para conseguirlos? -dijo Chick extasiado.
-Aproveché una conferencia...-explicó el librero-. Ni siquiera se dio cuenta. Tiene quemaduras de pipa, sabe...
-Lo compro -dijo Chick.
-¿Cómo dice? -preguntó el librero-, porque tengo todavía otra cosa...
Chick se llevó la mano al pecho. No conseguía dominar los latidos de su corazón y le dejó desbocarse un poco...
-Mire-dijo el comerciante de nuevo.
Se trataba de una pipa en cuya boquilla Chick reconoció fácilmente la marca de los dientes de Partre.
-¿Cuánto? -dijo Chick.
-Ya sabe usted -dijo el librero -que en estos momentos está preparando una enciclopedia de la naúsea en veinte volúmenes, ilustrados con fotos, y yo tendré acceso a los manuscritos...
-Pero yo no podré nunca...-dijo Chick aterrado.-Eso a mí me importa un bledo -dijo el librero.- ¿Cuánto por estas tres cosas? -preguntó Chick.
-Mil doblezones -dijo el comerciante-. De ahí no baja. Ayer rechacé mil doscientos, y se los doy así de barato porque usted tiene aspecto de ser una persona cuidadosa.
Chick sacó su cartera. Estaba horriblemente pálido.

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-Como ves -dijo Colin-, ya no ponemos mantel.
-Eso no tiene ninguna importancia -dijo Chick-. Sin embargo, lo que yo no comprendo es por qué está la madera tan grasienta...
-No lo sé -dijo Colin, distraídamente-. Y creo que ya no se puede limpiar. El pringue sale constantemente de dentro.
-Y la alfombra, ¿no era antes de lana? -preguntó Chick-. Ésta parece de algodón...
-Es la misma -dijo Colin-. No, no creo que sea diferente.
-Es chocante -dijo Chick-, parece como si el mundo se achicara alrededor de uno.
Nicolás les traía una sopa grasienta en la que nadaban cuscurros. Les sirvió raciones abundantes.
-¿Qué es ésto, Nicolás?  -preguntó Chick.
-Es una sopa de Cubit y harina de maíz -respondió Nicolás-. Está estupenda.
-¡Ah! -dijo Chick-. Habrás sacado la receta del Gouffé...
-Qué dices -dijo Nicolás-. Es una receta de Pomiane. Gouffé es bueno para los esnobs. Además, requiere una materia prima que ya ya...
-Pero tú tienes todo lo que hace falta -dijo Chick.
-¿Cómo? -dijo Nicolás-. Tenemos justamente la cocina de gas y un frigiplocus, como en todas partes. ¿Qué te piensas?
-Bueno, ¡nada! -contestó Chick.
Se removió en la silla. No sabía cómo continuar la conversación.
-¿Quiere vino? -preguntó Colin-. No me queda más que éste en la bodega. No es malo.
Chick tendió el vaso.
-Hace tres días Alise vino a ver a Chloé -dijo Colin-. Yo no estaba y Nicolás llevó ayer a Chloé  a la  montaña.
-Sí -dijo Chick-. Alise ya me lo ha dicho.
-He recibido una nota del profesor Tragamangos. Pide una cantidad exorbitante. Tiene que ser un hombre muy competente.
A Colin le dolía la cabeza. Le habría gustado que Chick hablara, que contara historias, lo que fuera. Chick miraba atentamente algo en el vacío a través de la ventana. De repente, se levantó y, sacando un metro del bolsillo, fue a medir el bastidor de la ventana.
-Tengo la impresión de que ésto está cambiando -dijo.
-¿Cómo va a ser eso? -preguntó Colin con indiferencia.
-Eso se está achicando y la sala también -dijo Chick.
-Pero ¿no ves que no puede ser? - dijo Colin-. Carece de sentido común...

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Chloé se sonrió a sí  misma al pasar por delante del gran espejo del corredor enlosado. No podía ser grave lo que tenía y, ahora, en lo sucesivo, irían muchas veces a pasear juntos. Él administraría bien sus doblezones, en realidad le quedaba bastante para poder llevar los dos una vida agradable.
Quizá podría trabajar...
El acero del pestillo chasqueó y la puerta se cerró. Chloé iba cogida de su brazo. Andaba a pasitos cortos. Colin daba un paso por cada dos de los suyos.
-Estoy contenta -dijo Chloé-. Hace sol, y los árboles huelen tan bien...
-Sí, es verdad -dijo Colin-. ¡Es primavera!
-¿Ah, sí? -dijo Chloé dirigiéndole una mirada maliciosa.
Torcieron a la derecha. Faltaba todavía dejar atrás dos grandes casas antes de llegar al barrio de los médicos. Cien metros más allá empezaron a sentir el olor de los anestésicos, que en días de viento llegaban aún más lejos. La estructura de la acera cambiaba. Ahora caminaban sobre un canal ancho y plano, cubierto por una especie de parrilla de hormigón con las traviesas estrechas y muy juntas. Bajo las traviesas corría alcohol mezclado con éter que arrastraba trozos de algodón manchados de humores y de sanies, de sangre algunas veces. Largos filamentos de sangre a medio coagular teñían aquí y allí el flujo volátil, y colgajos de carne medio descompuesta pasaban lentamente, girando sobre sí mismos, como icebergs demasiado fundidos. No se percibía más que el olor a éter. También arrastraba la corriente vendas de gasa y otras curas, que desenroscaban sus anillos dormidos. Directamente de cada casa, un tubo de descenso descargaba en el canal y observando unos instantes el orificio de estos tubos se podía saber la especialidad del médico. Un ojo bajó dando vueltas sobre sí mismo, los miró unos instantes y desapareció bajo una ancha capa de algodón rojizo y blanco como una medusa malsana.
-No me gusta ésto -dijo Chloé-. Como aire, es muy sano, pero no es agradable para la vista...
-No, es cierto -dijo Colin.
-Ven al centro de la calle.
-Bueno -dijo Colin-, pero nos van a atropellar.
-He hecho mal en no querer venir en coche -dijo Chloé-. Las piernas no me dan más de sí.
-Afortunadamente para ti vives bastante lejos del barrio de la cirugía mayor...
-¡Calla! -dijo Chloé-. ¿Llegamos ya?
Se puso otra vez a toser de repente y Colin empalideció.
-¡No tosas, Chloé!...-suplicó.
-No, Colin, cariño...- dijo, conteniéndose con esfuerzo.
-No tosas...ya estamos...es ahí.
El emblema del profesor Tragamangos representaba una inmensa mandíbula engullendo una pala de obrero, de la que sólo sobresalía la parte metálica. Esto hizo reír a Chloé. Muy flojito, muy bajo, porque tenía miedo de toser otra vez.
A lo largo de las paredes había fotografías en color de curas milagrosas del profesor iluminadas por luces que, por el momento, no funcionaban.
-Ya ves -dijo Colin-. Es un gran especialista. Las otras casas no tienen una decoración tan completa.
-Eso lo único que prueba es que tiene muchísimo dinero -dijo Chloé.
-O que es un hombre de gusto -respondió Colin-. Esto es muy artístico.
-Sí -dijo Chloé-. Recuerda una carnicería modelo.
Entraron y se encontraron en un gran vestíbulo redondo pintado de blanco. Una enfermera se dirigió hacia ellos.
-¿Tienen ustedes hora? -preguntó.
-Sí -dijo Colin-. Quizá nos hayamos retrasado un poco...
-No tiene importancia -afirmó la enfermera-. El profesor ya ha terminado de operar hoy. ¿Quieren seguirme? Obedecieron y sus pasos resonaban sobre el suelo esmaltado con un sonido sordo y fuerte. En la pared circular se abrían una serie de puertas y la enfermera les condujo a la que tenía, en oro embutido, la reproducción a escala de la enseña gigante del exterior del edificio. Abrió la puerta y se retiró para dejarles entrar. Empujaron una segunda puerta transparente y sólida y se hallaron en la consulta del profesor.
Estaba éste de pie delante de la ventana y se estaba perfumando la perilla con un cepillo de dientes empapado en extracto de opopónaco. Se volvió al ruido y se acercó hacia Chloé con la mano tendida.
-¡Bueno, bueno! ¿Cómo se siente usted hoy?
-Esas píldoras son terribles -dijo Chloé.
El semblante del profesor se ensombreció. Parecía un ochavón.
-Es un fastidio...-murmuró- o ya me lo imaginaba yo.
Permaneció inmóvil un instante, soñador; después se dio cuenta de que todavía tenía en la mano el cepillo de dientes.
-Téngame ésto -le dijo a Colin, metiéndole el cepillo en la mano-. Siéntese, pequeña -a Chloé.
Dio la vuelta a su despacho y, a su vez, se sentó él también.
-Mire usted -le dijo-. Usted tiene algo en el pulmón. Más exactamente, algo en el pulmón.  Yo esperaba que fuera...
Se interrumpió y se levantó de súbito.
-La cháchara no sirve de nada -dijo-. Venga conmigo.
Ponga ese cepillo donde quiera -añadió dirigiéndose a Colin, que realmente no sabía qué hacer con él.
Colin quiso seguir a Chloé y al profesor, pero tuvo que apartar una especie de velo invisible y consitente que acababa de interponerse entre ellos. Su corazón experimentaba una extraña angustia y latía de forma irregular.
Hizo un esfuerzo, se repuso y apretó los puños. Haciendo acopio de todas sus fuerzas logró avanzar algunos pasos y, una vez pudo tocar la mano de Chloé, todo desapareció.
Ella iba de la mano del profesor, quien la condujo a una salita blanca de techo cromado, una de cuyas paredes ocupaba totalmente un aparato liso y achaparrado.
-Prefiero que se siente usted -dijo el profesor-. No tardaremos mucho.
Frente a la máquina había una pantalla de plata roja enmarcada en cristal, y en el pedestal centelleaba un solo mando, de esmalte negro.
-¿Se queda usted? -preguntó el profesor a Colin.
-Lo preferiría -contestó Colin.
El profesor hizo girar el mando. La luz huyó de la salita en un torrente de claridad que desapareció por debajo de la puerta y por una abertura de ventilación situada encima de la máquina, y la pantalla se fue iluminando poco a poco.

El profesor Tragamangos daba golpecitos en la espalda a Colin.
-No se preocupe, amigo mío -le dijo-o Esto puede arreglarse.
Colin miraba al suelo, abatido. Chloé le tenía por el brazo y hacía grandes esfuerzos por parecer alegre.
-Claro que sí -dijo-, esto pasará en seguida...
-Sí, por supuesto -murmuró Colin.
-En fin -añadió el profesor-, si sigue mi tratamiento, mejorará probablemente.
-Probablemente -dijo Colin.
Estaban ahora en el vestíbulo circular y blanco, y la voz de Colin resonaba en el techo como si viniera de muy lejos.
-En cualquier caso -dijo el profesor- le enviaré mis honorarios.
-Por supuesto -dijo Colin-. Le agradezco su atención, doctor....
-Y si la cosa no mejora, vengan a verme -dijo el profesor-. Siempre existe la salida de una operación, que hasta ahora no hemos ni siquiera considerado...
-Claro -dijo Chloé apretando el brazo de Colin, y esta vez rompió a llorar.
El profesor se tiraba de la perilla con ambas manos.
-Esto es muy embarazoso -dijo.














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